martes, 16 de abril de 2013

Ensalada “Catalina de Médici”
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Catalina
La ensalada, como se la come en Italia, es una guarnición o mejor un acompañamiento, pues se la pone en un platito extendido cerca del plato principal, del segundo plato, que puede ser carne o pescado.
O sea cada plato o platito tiene sólo un tipo de comida para evitar que los guisos, los sabores, y también los colores, se mezclen y se confundan.
Cosa que, en contra, aquí en México le gusta mucho: un platón grande con todo mezclado adentro. ¡Brrr….!
La ensalada tiene una tradición antiquísima y es propio de esta que les quiero hablar, pues data, con tanto de receta y modales, desde hace el siglo XVI, con Catalina de Médici que la llevó a Francia junto a muchas otras y chef y cocineros florentinos.
Pero, la receta.
Parece estúpido hablar de receta para una ensalada: ¡hierbas y aderezo!
No es así. Primero por las hierbas que tienen que ser particulares, diferentes y sobretodo, olvidándonos de las ensaladas del supermercado, de campo o silvestres. No es fácil encontrarlas, pues hemos perdido el gusto de estos sabores antiguos pero todavía en Italia, por ejemplo en mí ciudad, hay lugares, tienditas que en esta temporada de primavera llegan a vender sus hierbas, tomadas del huerto o del prado silvestre, en la mañana temprano, cuando todavía están rociadas.
Tienen, estas hierbas, nombres que no todos logro traducir pues son dialectales, típicos del lugar donde crecen.
Escarola, hierbanuez, cazaliebre,  porcelana, rúcula o rúgula, corazones de lechuga, dientes de perro, lechuga rizada, berros, achicoria salvaje, acetosa, almajo, borraja, verdolaga, cerraja, tapas de hinojo y otras según el lugar y la temporada.
Estas mezcladas, claro no todas pues no es fácil encontrarlas en el mismo momento, se llaman en Italia “misticanza” que quiere decir propio mezcla.
Es una sinfonía de sabores y perfumes: sólo al pensarlo me vienen a la mente momentos, lugares, personas que ahora no hay más, que he perdido para siempre.

En esto me asimilo, si parva licet componere magnis, (si es lícito parangonar las cosas, y personas, pequeñas con las grandes), a un novelista que mucho me fue cariñoso en mí adolescencia: Marcel Proust autor de A la búsqueda del tiempo perdido, una de las obras más destacadas e influyentes de la literatura del siglo XX.
Cuando sabores y perfumes, la memoria del tiempo perdido –perdido porque olvidado y por lo tanto ausente-, te hacen recordar cosas pasadas de tu propia vida.
En el primero tomo de su obra, Por el camino de Swann, es una simple galleta, una magdalena (madeleine en francés) tomada con una taza de té que le hace rememorar recuerdos de su infancia, de su niñez: la magdalena que se ha convertido en el símbolo del poder evocador de los sentidos.
Y esto lo encuentro yo también una y otra vez: el humo de hierba seca quemada en el campo, el perfume de unos flores silvestres (me pasó  hace poco visitando un rancho en la sierra de un amigo).
Casi me desmayé, me tuve que parar: era como si me encontraras en otro mundo, en otro tiempo: no veía más lo que estaba viendo, me salían imágenes olvidadas, repuestas en el fondo de mí memoria que nunca más habría imaginado de vivir.
Como por Proust, perdónenme, la vida verdadera no es la que vivimos, que pasa, que parece no dejar huellas, sino la que acordamos cuando nos viene a la mente de aquel hondo lugar donde la hemos enterrada, borrada; no por una voluntad de rememorar el pasado sino por algo increíble y casi imperceptible: un perfume, un sabor.

La ensalada así preparada, con todas sus hierbas, ya tiene sus sabores: le falta un poco de aceite evo (extra virgen de oliva), vinagre de un vino tinto, denso y fuerte, sal y poca, poca, pimienta negra. Nada más.
Al tiempo de Catalina de Médici la ensalada era más saboreada: se le ponía queso de oveja en trocitos, anchoas, alcaparras, pasa y piñones tostados. También huevos duros cortados. En Francia fue una novedad.
Ahora la cocina francesa, la nouvelle cuisine, parece ser lo máximo de la excelencia culinaria pero todo esto empezó propio con la mítica Catalina.
Colegiala de catorce años, regordete, fea, algo pálida, ojos saltones característicos de la familia Médici, fue llamada despectivamente “gorda tendera florentina” a su llegada a Marsella para casarse con el guapo coetáneo Henri II d’Orléans.
Si bien el futuro rey de Francia fue muy decepcionados por su apariencia, se casó por razones de Estado; la Corte francesa esperó diez años en vano un heredero, y Catalina más de una vez fue en peligro de ser regresada a su casa, a Florencia. Por esta razón, “la tendera”, apetito voraz pero también gustos muy refinados, recurrió a la superstición, a la magia y a las artes culinarias para construir su éxito.
Gracias a los cocineros y pasteleros que se había traído desde la corte florentina, la reina influyó en los cambios en la suntuosa pero tosca cocina francesa con recetas sabrosas y refinamientos con el uso de los cubiertos.
Catalina consideraba afrodisíacos muchos alimentos y en su angustia de tener hijos, en los dos lustros en que no logró tenerlos, aunque burlada por toda la corte, para defenderse de los influjos de la esterilidad dicen que llevaba colgado del cuello una bolsita con cenizas de rana y de testículos de cerdo.
Sea como sea, funcionó: Catalina dio a luz a nueve herederos, entre ellos a tres futuros reyes de Francia y a una reina de España.
Regente en lugar del joven hijo Carlos IX, según sus detractores dirigió los asuntos del Estado, por su pasión al esplendor de la cocina, mediante la organización de banquetes de costos exorbitantes.
Las crónicas de la época registran una cena de gala ofrecida en su honor en 1549. En esta fiesta se sirvió una comida que tenía que ser divisible por tres, el número perfecto de la supersticiosa reina: “33 venados asado, 33 conejos, 6 cerdos, 66 gallinas cocidas, 66 faisanes, 3 quintales de frijoles, tres fanegas de guisantes y 12 docenas de alcachofas”.
Sin saber para cuantas personas, claro es una cena pantagruélica y creo que el mismo Rabelais, en su Gargantúa y Pantagruel, haya tomado mucho de esta gorda y fea tendera florentina.
No así la ensalada, que si por casualidad encontraran las hierbas que sirven, sí ¡deberían comerla!

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