¿La Fiesta en paz?
Adiós, Chucho Morales, enorme subalterno y maniatado juez de plaza
Leonardo Páez
La vidano es muy seria en sus cosas, decía Juan Rulfo. Y sí, en ocasiones se le pasa la mano y personas que tuvieron una brillante trayectoria profesional en el mundo de los toros acaban de… ¡jueces de plaza! y, lo que es peor, de la Plaza México. En efecto, hace décadas el cargo de máxima autoridad en el coso más grande del mundo se volvió lastimosamente ridículo, pues las autoridades taurinas de la hoy alcaldía Benito Juárez, sin ningún respaldo de ésta, deben acatar las órdenes de la empresa en turno, no hacer cumplir el reglamento como toda autoridad que se respete. De la Comisión Taurina de la Ciudad de México,
órgano de consulta y apoyo del Jefe de Gobierno, como si a éstos les interesara un comino la suerte del espectáculo en la ciudad que pretenden gobernar, nada que decir, excepto que su titular puede entrar gratis al callejón a las corridas que guste.
Excepcionales son aquellos toreros de plata que logran reunir cualidades similares con capote y banderillas. Chucho Morales fue de esos. Peón de brega eficaz y rehiletero sobrio y preciso, bien colocado siempre –fue alumno de los maestros Rutilo, su hermano, y de David Liceaga–, ágil y elegante con los palos, pensaba en la cara del toro tanto a favor de éste como de su matador, en ese momento y en el posible comportamiento inmediato de ambos minutos después. Tenía el don de llevar a los toros largos y templados para que mostraran sus características y fueran sopesadas por el diestro a lo largo de la lidia y proyectaba un gusto inmenso por torear, consciente de que sabía hacerlo muy bien.
Una tarde imborrable, en la décima comparecencia –sí, 10 tardes en
una sola temporada– del hoy ganadero Raúl Ponce de León en la temporada
de novilladas de 1970 en la Plaza México, Chucho tuvo la gentileza de
poner su capote de paseo en mi barrera de sol, como si presintiera
algo. Y ese algo sobrevino cuando Raúl, que gustaba de matar recibiendo, fue trompicado y quedó a merced del encastado novillo de Gustavo Álvarez, apuntando el pitón derecho al cuello del torero. Como rayo apareció entonces Jesús Morales que, sin dudarlo, con la mano tomó decidido la pala del pitón, desviándolo. Raúl correspondió a tamaño gesto brindándole a tan profesional subalterno su segundo novillo, al que ya Chucho le había puesto dos extraordinarios pares y media plaza les brindó unánime ovación. Eso era emocionarse y emocionar a un público que hacía medias entradas no para ver torear de salón sino para emocionarse con la bravura y la manera de enfrentarla. ¡Salud, Chucho Morales, inolvidable y magnífico peón de brega y buen banderillero!, como soñaron Manuel Machado y Federico Garibay.
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