domingo, 31 de marzo de 2019

Con la pobreza hemos topado, o qué pobres estamos todos
 
Sin un Estado en condiciones financieras saludables no puede haber crecimiento económico sostenido. Menos una redistribución social a la altura de los mandatos y la tradición constitucional mexicana. Sin embargo, el gobierno del presidente López Obrador se ha negado a usar su legitimidad votada para afrontar la fragilidad fiscal del gobierno, posponiendo la cuestión a la segunda mitad de su gestión.
Es probable que el tiempo nos propine una nueva lección sobre las implicaciones nocivas que, para la sociedad y la política tienen decisiones como ésta. No sólo porque la austeridad de las finanzas dificulta o de plano impide al gobierno el cumplimiento de sus promesas y compromisos de campaña, sino porque al hacerse evidente el hueco financiero no le quede más remedio que optar por los nefastos recortes presupuestarios de los que nadie sale indemne.
Peligrosamente nos acercamos a una coyuntura como ésta y los desencuentros entre los funcionarios responsables de la conducción económica, incluido aquí el jefe de la Oficina de la Presidencia, hablan de malentendidos mayores sobre el tema. Con la consiguiente especulación política que en estos días dirige sus misiles al equipo hacendario en el que reposa en buena medida la credibilidad financiera del régimen.
Haciendo gala de habilidad retórica, el ingeniero Alfonso Romo habló el lunes pasado de la probabilidad de nuevos recortes al gasto por parte de las secretarías a las que él se empeña en defender. Sea cual sea el significado de su mensaje en la American Chamber of Commerce, parece que llevó al subsecretario de Hacienda, Arturo Herrera a decir que, de haberlo, sólo afectaría al gasto corriente y que la inversión pública quedaría a salvo. Conviene decir ahora que urge dejar de ver al gasto corriente como sinónimo de ineficiencia o desperdicio. O, como se dice derogatoriamente, para la burocracia. Es un gasto que son medicinas, sueldos al personal sanitario, a maestros, así como posibilidades de empleo y de mejor consumo, a pesar de lo ocurrido desde que se reinauguró, en 2014, la política de tijeretazos a diestra y siniestra para contender con la caída en los petroprecios.
Más tarde, el propio secretario Urzúa anunció que las finanzas públicas venían mejor de lo que se esperaba y que, por lo pronto, el dichoso recorte no tendría lugar. En sólo tres días, asistimos a un rififí entre hacendarios y colaboradores directos del presidente, sin que se pueda afirmar o negar con certeza algún recorte o sobre la magnitud y los efectos sobre el desempeño gubernamental.
Hasta hoy, no se ha generado ruido de más, pero el flamante presidente del Consejo Coordinador Empresarial se apresuró a aplaudir el anuncio de Herrera, supongo que por el blindaje de la inversión pública sugerido por el funcionario hacendario. Tampoco se sabe de alguna corrección a sus dichos del lunes por parte del ingeniero Romo y las calificadoras parecen optar por el silencio y el recato.
Pero lo que este nuevo episodio vuelve a sacar a la superficie es la crisis fiscal del Estado, larvada por mucho tiempo debido al endeudamiento y el petróleo, que se empieza a expresar de nuevo, en el seno mismo del corazón de nuestra hacienda pública. Sólo nos dice una cosa: el Estado está pobre y esto sólo puede querer decir pobreza para los pobres y vulnerabilidad ampliada para los demás.
Cambiar de opinión sobre los tiempos de la reforma hacendaria sería una buena muestra de inteligencia y astucia políticas y abriría una oportunidad valiosa para darle a la reforma la dignidad y legitimidad que le quitaron años de abuso e incuria burocráticas y del poder. Con el petróleo en contra nuestra y sin que haya posibilidad alguna de recuperarlo pronto como soporte de las finanzas nacionales, el gobierno tiene que encarar la fragilidad estatal que le legaron. Convocar a partidos, legisladores, empresarios y trabajadores a jornadas de emergencia y urgencia, para caminar hacia una auténtica convención política y empezar la reforma del Estado por el principio. Y el principio no es más el verbo, sino el tesoro. Más pobre que nunca.

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