lunes, 22 de julio de 2019

El rechazo al pobre
 
Como nunca, estamos viviendo en el mundo un fenómeno general de migraciones; el éxodo se multiplicó y, cada vez con más frecuencia, los caminantes, los pasajeros en trenes como La Bestia, los navegantes que desafían al Mediterráneo para llegar a la tierra prometida; los habitantes de África que anhelan pisar Europa aumentan en número y cada vez corren mayores riesgos e incomodan más a los habitantes de los países por los que transitan o a los que quieren llegar.
En México sabemos mucho de eso; nuestros desplazados del campo, de los suburbios de las ciudades, han emigrado por miles, por millones hacia Estados Unidos desde hace un siglo. Aquí les llamamos braceros, viajaban contratados para la pizca del algodón, para las granjas o para las grandes extensiones cubiertas de viñedos o árboles de manzana. Un amigo bromista decía de chiste: Vamos a reconquistar los territorios perdidos en la guerra de 1847, con la alianza para la reproducción. El retruécano aludía deformándolo, al nombre del plan de John F. Kennedy para ayudar a la economía mexicana Alianza para la Producción.
La ironía tiene su fondo de verdad, su fundamento en la demografía; mientras las familias estadunidenses se conformaban cuando mucho con uno o dos hijos, los mexicanos con hogar del otro lado, tenían familias más numerosas, de cuatro en adelante.
Los estadunidenses empezaron a preocuparse, en efecto, el número de hispanos aumentaba y se acercaba al de la otra minoría, la de los negros, llamados afroamericanos. Por aquella época, en algunas ciudades, los apellidos Martínez, Hernández o López, competían en número en los directorios telefónicos con los Smith y los Johnson.
Alarmados, empezaron a frenar el éxodo; ya no eran braceros, se les empezó a llamar indocumentados, fuera de la ley y se les restringió cada vez más el libre tránsito, se les impidió el paso por puentes y garitas; se volvieron mojados porque tenían que cruzar el río Bravo a nado en las crecidas, o con el agua hasta el cuello en los tiempos de secas.
El cine también tomó partido; éramos los Gremlins de la famosa película, un monstruito o animalito con aspecto humano, amable y bien recibido si es uno solo, pero temido y perseguido cuando se convierte en una multitud, en una plaga. Bienvenidos, Rodolfo Valentino o Tomás Alva Edison, Diego Rivera o Dolores del Río; médicos, artistas, ingenieros o técnicos, pero de ningún modo los molestos braceros, necesarios para muchas pesadas labores en el campo y otros para servicios molestos pero indispensables en la ciudad. El patético Vicente Fox dijo que los mexicanos hacían allá en el territorio de nuestros buenos vecinos, los trabajos que ni los negros querían desempeñar. Ahora estorban, estorbamos, molestamos, en especial a personajes como Donald Trump.
Pero lo más interesante, lo extraño, es que ellos, los ciudadanos de Estados Unidos, son un mosaico de migraciones; llegaron primero de Inglaterra y de Holanda, pero muy pronto recibieron alemanes, franceses, italianos; de todas partes de Europa, exterminaron o empujaron a los pieles rojas originarios de los territorios invadidos, pero se enorgullecían de la hospitalidad de su nación. ¿Por qué nos rechazan? A nosotros y a los centroamericanos, a los caribeños, a los venezolanos y a todos los de Sudamérica.
Hay una respuesta, planteada y sustentada por una española dedicada a la academia y a la literatura; en uno de sus libros plantea muy bien el problema de los emigrantes, no quieren emigrantes, pero en forma selectiva, no los quieren por una sola razón: porque son pobres.
El libro a que me refiero de Editorial Paidós, Barcelona 2017, se titula Aporofobia, el rechazo al pobre; la autora Adela Cortina Orts, maestra de ética y escritora, creó el término; la fobia dice, no es a los extranjeros, no se trata de racismo, tampoco tiene motivos religiosos o ideológicos, es que son pobres. En griego aporo es pobre y fobia significa originalmente miedo, pero se ha extendido a otros conceptos como horror, repulsión, animadversión y, lo peor: odio.
No se rechaza a los inmigrantes por hablar otro idioma, por la pigmentación de la piel, por su fe diferente; los rechazan, sostiene Adela Cortina, porque no tienen más que carencias, porque esa sociedad de inmigrantes blancos y protestantes reciben a cualquiera si tiene dinero o aporta conocimientos, pero padecen aporofobia con los necesitados y excluidos de sus lugares de origen.
Que vengan quienes quieran, de cualquier clase o país, cualquier credo o etnia, pero eso sí, que traigan dinero, que no vengan los pobres; para ellos muros y patrulla fronteriza y si logran pasar las barreras, jaulas para los niños, separación de sus familias, persecución y deportación para los adultos.
La aporofobia, padecimiento colectivo en ciertos sectores o zonas especificas de Estados Unidos, lo que debe ser es señalada, rechazada y, como toda fobia, requiere de cura; es tema de siquiatría y de tratamiento.

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