martes, 30 de julio de 2019

Jorge Acevedo, fotógrafo
 
El portón de la calle sonó pasada la medianoche de un sábado de hace más de 30 años. A lo lejos de la agencia de San Felipe del Agua, Oaxaca, sonaban los acordes de una guitarra triste y el murmullo de las voces de una reunión. Una pareja y su amigo compartían mezcales en el porche, mientras disfrutaban de la fragancia de las orquídeas.
El amigo cruzó el largo jardín para ver quién llamaba a esas horas. Al abrir la puerta encontró a un hombre mayor de edad, un campesino con sombrero, que le preguntó: ¿aquí es el velorio?
–Nooooo –respondió él sorprendido.
Cuando regresó con la pareja, los tres bromearon: ¿por quién de todos nosotros habrá venido?
–¡Salud! –brindaron.
Pocos días después de la inesperada visita, la pareja de la reunión, el fotógrafo Jorge Acevedo y la restauradora María Elena Uribe, viajó a la laguna de Chacahua en coche. La tragedia en forma de accidente automovilístico los alcanzó. Como si el hombre que tocó a la puerta de la casa San Felipe no se hubiera equivocado de domicilio sino sólo adelantado su misión, María Elena no sobrevivió al percance.
A partir de este vuelco trágico e inesperado, la vida de Jorge se fracturó en dos etapas. Igual, él siguió adelante.
Chilango a mucho orgullo, Acevedo se había mudado a Oaxaca en 1986. Llevaba década y media como fotógrafo. Fue tránsfuga del terremoto en el Distrito Federal, que cubrió solidariamente junto con su cámara. Aunque desde antes tenía la intención de migrar, los sismos del 85 le dieron el último empujón.
Durante años Jorge vivió en la Ciudad de México en secreto, o más bien, en la calle Secreto 4 de Chimalistac, en una especie de vecindad similar a un convento en el que residían artistas, activistas y académicos. Su departamento, una especie de semioscura Baticueva, parecía un vagón de ferrocarril rematado en uno de sus extremos por un tapanco y en el otro por una pequeña cocina y un baño.
El fotógrafo compartía línea telefónica con otros dos vecinos. Cuando ellos estaban ausentes y les llamaban, él les dejaba en las puertas de entrada de sus viviendas recados que eran verdaderos dazibaos, llenos de dibujos y picardías.
Su fonoteca era la envidia de cualquier estación de radio de jazz de la época. Tenía centenares de acetatos con la música de Nina Simone, Sara Vaughan, Ella Fitzgerald, Ron Carter o Sonny Rollins. Su biblioteca estaba integrada por libros que había leído, de autores tan distintos como Raymond Chandler o Miguel Hernández.
El cine era su gran pasión. Si en aquella época hubieran dado credenciales de cinéfilo frecuente en la Cineteca o enlos cineclubs de arte, habría ganado muchos puntos. Conocía a pie juntillas la filmografía del Nouvelle Vague francés, del neorrealismo italiano, de Wim Wenders y Alain Tanner.
Bebía mezcal, cuando esta bebida era considerada corriente. Lo traía de Oaxaca en garrafas de vidrio de un galón, compradas en Tlacolula de Matamoros. Sin embargo, su verdadera afición era degustar un bourbon mexicano llamado Waterfield & Frazer, que tenía un irresistible sabor a acetona. Según la leyenda, se fabricaba en Delicias, Chihuahua, desde tiempos de la prohibición en Estados Unidos. Como la apertura comercial todavía no diezmaba la industria licorera nacional, se conseguía en una vinatería de Coyoacán.
Acevedo se vestía con un peculiar buen gusto, siempre en estilo informal. Su colección de prendas de mezclilla (camisas, chamarras, sacos de ferrocarrilero y pantalones) de la marca El Cisne, parecían sacadas de un catálogo de moda plebeya. También usaba prendas de pana. Un amigo suyo que se engalanaba religiosamente con traje y corbata le decía riéndose, después de reconocerle el arte de su vestimenta, que de seguro él se tardaba menos que Jorge en ataviarse.
Hay personas que guisan bien en ocasiones extraordinarias. Jorge era buen cocinero del día a día. Lo mismo preparaba pasta al aglio e olio que albóndigas en chipotle. Bebía su expreso preparado en cafetera moka. Su destreza en el fogón le permitió ganarse la vida como chef en una larga estancia en Italia. Su viaje al país de la bota no fue accidental. Por su sensibilidad y sus gustos, era una especie de italiano al que la cigüeña había depositado en México.
Acevedo era querido por amigos y colegas. Tenía un encanto genuino. Escuchaba con tanta atención, que hacía sentir importantes a sus interlocutores. Era un seductor. Las mujeres lo deseaban y a él le gustaban las mujeres. Disfrutaba su belleza, sensibilidad y aroma. Despertaba pasiones de todos tamaños, colores y sabores.
Vivió de lleno la insurgencia obrera y popular de la década de los años 60 y 70. La fotografió en blanco y negro. Fue uno de sus más grandes cronistas gráficos. Se metió en ella hasta el tuétano, al punto de convertirse en dirigente sindical de los trabajadores del INAH y participar en la CNTE.
Jorge Acevedo nutrió su fotografía de ese cine, esa música, esa literatura, esa cocina, esas bebidas, esa poesía, esos amores, esas amistades, esas causas y de sus hijos. Con y desde ellas aprendió a asociar, leer, mirar y crear fotográficamente de otra manera. El pasado domingo, el hombre que tocó la puerta en San Felipe del Agua hace más de tres décadas regresó a buscarlo. Dejó su archivo como testimonio de una apuesta de retratar para transformar.
Twitter: @lhan55

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