miércoles, 31 de julio de 2019

Ministros de culto: ¿derecho a ser votados?
 
Algunos ministros de culto creen llegada la hora para que las leyes permitan que sean elegidos a puestos de representación popular. Las normas vigentes les reconocen el derecho a sufragar, pero no a participar como candidatos en las boletas electorales. No poder ejercer esta última posibilidad, consideran algunos, les hace ciudadanos de segunda por no tener derechos políticos plenos.
Un sector evangélico considera es momento de modificar tanto el artículo 130 de la Constitución como la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, cuyo artículo 14 señala: Los ciudadanos mexicanos que ejerzan el ministerio de cualquier culto tienen derecho al voto en términos de la legislación electoral aplicable. No podrán ser votados para puesto de elección popular, ni podrán desempeñar cargos públicos superiores, a menos que se separen formal, material y definitivamente de su ministerio cuando menos cinco años en el primero de los casos, y tres en el segundo, antes del día de la elección de que se trate o de la aceptación del cargo respectivo. Por lo que toca a los demás cargos, bastarán seis meses.
Visto el asunto desde la óptica de los derechos (pero sin contextualizar los mismos históricamente y dejando de lado las razones que llevaron a vedar a los ministros de culto la posibilidad de ser elegidos mediante el sufragio popular) el asunto podría llevar a concluir que las disposiciones legales antes citadas son discriminatorias y violatorias de garantías ciudadanas plenas para todos y todas. La cuestión se matiza cuando se tiene en cuenta el proceso histórico por el cual México debió transitar en la construcción de la laicidad del Estado. A la luz de tal proceso es contrapoducente conjuntar en las personas poder político y poder religioso.
La concentración de poder político y religioso en ministros de culto es nocivo para el Estado y, me parece, lo es más para las asociaciones religiosas cuyos liderazgos anhelan ser elegidos para cargos de representación popular. Es incompatible una vocación con la otra, ya que, se supone, los ministros de culto sirven a comunidades diversas en sus preferencias políticas electorales y dejarían de hacerlo si partidizan a esas comunidades al pedirles (¿tal vez exigirles?) que voten por sus pastore(a)s.
En el ámbito de la sociedad civil es donde los ministros de culto pueden buscar influir con sus convicciones a la ciudadanía. Aquí nadie les prohíbe realizar tal trabajo. Son amplias las oportunidades de hacer fructificar los valores que, consideran, deben ser reproducidos por la feligresía. Si no han sido capaces de hacerlo en terrenos que son propicios para convencer a su audiencia, ¿qué garantiza podrán hacerlo en la plaza pública, que por definición es más plural? ¿Acaso quieren que el Estado les haga bien la tarea que ellos han hecho mal?
Además de la enarbolada discriminación de la que son objeto porque la ley prescribe que no pueden ser votados, el sector evangélico –y hay que decirlo: es un sector y no la mayoría, que se está organizando para modificar las normas ya mencionadas– argumenta que los pastores y pastoras que se postularían para ser favorecidos por el sufragio general serán mejores representantes populares o funcionarios gubernamentales. La razón dada es que tienen autoridad moral, son mejores personas que los políticos profesionales y desarrollarían su ministerio político en beneficio de la sociedad.
En América Latina existe un fuerte cúmulo de evidencias que muestran una tendencia contraria al voluntarismo evangélico, el cual considera que todo será mejor cuando escalen puestos públicos hombres y mujeres de Dios. La conocida como bancada evangélica en Brasil ha producido escándalos semejantes a los de diputados y senadores de los partidos tradicionales locales. Lo mismo ha sucedido en todos los países latinoamericanos donde los políticos evangélicos –¿será mejor llamarles evangélicos políticos?– logran hacerse de escaños o puestos importantes en el aparato gubernamental. La pretendida reserva moral que aducían poseer se diluyó muy rápido ante la seducción del poder.
Los ministros de culto evangélicos que buscan les sea resarcido el derecho a ser votados suman cuentas alegres de su capital político. Quieren hacer creer a liderazgos de partidos políticos que tienen tras ellos un gran ejército electoral. Nada más son pretensiones que no tienen asidero en la realidad. Basta ejemplificar con el caso del Partido Encuentro Social en las elecciones del año pasado. El PES –de inspiración evangélica, le llaman– no tuvo el generoso caudal de votos que prometió a Andrés Manuel López Obrador. Los votantes evangélicos prefirieron sufragar por AMLO marcando el recuadro de otros partidos que lo postularon y no le dieron los votos suficientes en senadores y diputados para alcanzar el 3 por ciento. Consecuencia: perdió el registro.
Una vez más ayuda el dicho de no cofundir la gimnasia con la magnesia.

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