Sandra Cisneros
Elena Poniatowska
Sandra Cisneros, autora de La casa en Mango Street, una biblia escolar que remite a los traumas y a las esperanzas de una niña que vive en Chicago y se siente distinta a todosFoto cortesía de Elena Poniatowska
Desde hace cuatro años, 2013,
Sandra Cisneros vive en San Miguel de Allende. De vuelta a sus
orígenes, a la sombra del templo color salmón, ha construido su casa.
Aunque su idioma no era el español, todos sus libros giran en torno a
México. La casa en Mango Street es una biblia escolar y nos
remite a los traumas y a las esperanzas de una niña, Esperanza, que vive
en Chicago y se siente distinta a todos.
–Ahora siento que soy una naranja completa, quizá porque San Miguel es un pollero y todas las mujeres de cierta edad llegan buscando su media naranja –me dice Sandra.“Al principio me enamoré de un tipo, pero él era muy chiquito. Dije: ‘Que qué bueno que se acabó rápido; que no fue una relación de más de un mes. Yo creo que él fue el gancho que me trajo a San Miguel y luego se desvaneció’. Dije: ‘Me gusta, pero entiendo el cuento budista, que algunas personas son el barco que te lleva y te deja al otro lado del río’.”
–¿Dejaste Estados Unidos?
–Me mudé en 2017, después de dos viajes anteriores. Nunca sentí que pertenecía a San Antonio, nunca tampoco a Estados Unidos, ni de niña ni de adolescente, mucho menos ahora con el presidente que tenemos. Ahora siento que sí pertenezco, quizá es una ilusión, pero siento que pertenezco. I feel like I belong and that’s a definition of a home, no?
–Aquí, ¿qué has escrito?
–Escribí A House of my Own, y no se ha publicado en México. Aquí intento empezar una próxima novela, nunca me dejan en paz, siempre tengo que escribir un prefacio, un blurb.
–Has escrito sobre Flor Garduño.
–Sí, también sobre otra fotógrafa mexico-americana, de Estados Unidos, se llama Katia Landeros; trabaja con obreros, agricultores. Intenté acabar un cuento que empecé hace muchos años atrás y no lo cumplí. Empecé a escribir un prefacio para un libro que me pidió Lourdes Portillo y lo acabo de entregar. Cosas así que me quitan el tiempo… Igual que tú, Elena, que me piden un prefacio, un endorsment, un blurb, te vas desviando de tu propia novela. ¿Tú cómo le haces con tanta gente que te está fregando?
–No, yo soy periodista…
–¿Cómo lo haces tan rápido? Eso para mí es imposible.
–Lo hago porque me obligo, pero no sé si lo hago bien o mal…
–Porque yo tardo un mes para hacer cuatro hojas…
–Viajas mucho a Estados Unidos, regresas con gran frecuencia y eso también interrumpe y quita tiempo.
–Viajo mucho y también de ahí gano mi dinero. Me pagan muy bien las conferencias porque tengo una agente extraordinaria…
–Susan Bergholz es la que organiza todo.
–No, no todo, pero todos tienen que hablar con ella y a veces, por ejemplo, cuando hago cosas para mis amigos, Susan se enoja, porque regalo mi tiempo y energía con proyectos que no me pagan. Voy y doy una plática; por ejemplo, di una plática para un amigo en Toledo, Ohio o voy a hacer algo en unas dos semanas para un amigo en San Marcos; son cosas que no me pagan, pero lo hago porque son amigos que me lo piden.
–¿Sientes que México te ha cambiado? ¿Ha sido benéfico, provechoso?
–Bueno, todavía me siento muy niña en México, porque apenas voy leyendo por primera vez los libros de maestros en español, yo los leí en Estados Unidos traducidos en inglés. Estoy leyendo por primera vez en español a Rulfo… Tengo todas las novelas de Fuentes, pero el que me gusta mucho es Manuel Puig; Juan Rulfo, Borges, esos son mis favoritos en español, me cuesta leerlos, pero lo voy intentando. También leo a las mujeres, porque nunca son las primeras que traducen a otros idiomas, siempre son las últimas. Estoy leyendo tu libro de Lupe Marín, en español, está junto a mi cama, leo muy despacito, como niña de segundo grado, pero ahí voy. También estoy intentando leer los periódicos, pero los diarios en español son muy difíciles de entender para mí. Dejé de leer La Jornada, porque no entiendo nada, porque no sé lo suficiente, veo letras. Entonces le digo a Ernesto:
¿Ernesto, qué significa esto?
Son las siglas de los partidos. Sí él no me puede ayudar, entonces no sé quién puede hacerlo.
–¿Quién es Ernesto?
–Es mi conductor, mi encantador de perros, el jardinero, mi ahijado, es un poco de todo. Siempre me ayuda. Es muy inteligente. Le regalo libros de García Márquez y los lee y luego los sabe analizar… He leído a García Márquez; a Rosario Castellanos voy empezando a leerla. A Elena Garro la leí en inglés. Estoy forzándome a leer en español y me cuesta. De niña hablaba español con mi papá e inglés con mi mamá. De muy niña vine solita con mi papá a México en avión, tengo una foto, soy una chiquilla como de tres años. Mi papá me trajo para presumir, yo era su tesoro, vino a enseñarme, a presumirme con su madre y padre. En el avión me senté aquí y mi papá acá y teníamos que abrochar el cinturón. Mi papá me lo abrocha y yo me lo quito, él me lo abrocha y yo me lo quito, hasta que mi papá dijo:
Buenoy me di cuenta
Tengo mucho poder, lo hice más de cinco veces.
–Fuiste el gran amor de tu papá y él tu gran amor…
–Éramos como la misma persona, como un clon. Nos entendíamos perfectamente.
Sandra Cisneros fue la única hija de una familia de siete nacidos en Chicago. Al lado de sus seis hermanos y a diferencia de ellos, sintió que no pertenecía a ninguna de las dos culturas: no era ni mexicana ni gringa. Excluida, lo primero que escribió a los 10 años fueron poemas sobre la guerra de Vietnam. Su papá se ganaba la vida forrando muebles, oficio aprendido en México. Y hablaba de México, de la Villa de Guadalupe, de Acapulco, de María Félix. Recuerdo que en las conferencias Sandra preguntaba por la Doña, pero lo que más me llamó la atención de ella, además de su originalidad es su respuesta a un libro para lamentar lo de las Torres Gemelas en Nueva York. Todas lloramos, pero en medio del llanto, Sandra respondió que viéndolo bien, ella se parecía más fisicamente a Bin Laden que a Bush y partir de ese momento no volví a quitarle los ojos de encima.
–Esa curiosidad por México, ese ansia de conocimiento de México, ¿te lo transmitieron tus papás?
–Yo creo que mi padre nos regaló México por su propio anhelo de
volver a su casa. Siempre quiso regresar con su mamá. Nuestros viajes
nos abrieron la puerta a su infancia. Mi padre nos encerraba en el
Tepeyac con los abuelos. Lo único que veíamos era la sala de la casa de
la abuela. Después, cuando me instalé en Texas se me hizo fácil llegar a
México. Soy la única de mi familia que viene a la Ciudad de México. Mis
hermanos llegan a la costa, a lugares turísticos. Yo llego acá, aunque
me da miedo la ciudad, una vez fui a Chiapas, otra a Veracruz con Norma
Alarcón, mi amiga, criticona, editora de Third Woman, quien nos
cobijó a las escritoras estadunidenses de origen latino y publicó a Ana
Castillo, a mí, a Gloria Anzaldúa en su revista y nos lanzó cuando
nadie nos conocía. Fue muy importante, pero nadie la reconoció en
Berkeley, aunque ahora hay un renacimiento de su revista y su casa
editorial.
–¿Tú te sentiste discriminada en Estados Unidos?
–No podría explicártelo, pero sentías un poco de pena y vergüenza
cuando salías a algunas tiendas. No puedo decir directamente o recordar,
pero las maestras o las monjas te trataban distinto a las demás…
–Porque eres morena…
–No soy morena, soy más bien como café con leche. Más bien por ser
pobre. Yo me sentía pobretona en los barrios donde viví. Es como andar
con zapatos feos, como decir: “Ay, hubiera limpiado mis zapatos, un shoe shine”, de que te sientes con vergüenza de ti misma. Lo más feo de este racismo es empezar a creerlo. El racismo ejerce su black magic, cuando tú mismo dices:
¿Cómo me atrevo a levantar mi manita y responder a la maestra?
–A partir del éxito fenomenal de The House on Mango Street, ¿no adquiriste confianza en ti misma?
–Pero ese éxito tardó 10 años, Elena; empecé el libro a los 21 años,
lo terminé a los 28, se publicó a los 30 y no empecé a ganar dinero,
sino hasta como 10 años después de los 38, gracias a que me encontré a
Susan Bergholz… Antes publicaba en editoriales independientes que se
aprovecharon de mí y ahora estoy en Random House y La casa en la calle de Mango es
lectura obligatoria en todas las escuelas de Estados Unidos. Cuando era
una escritora independiente me ayudaron mucho las bibliotecarias y las
maestras, mis fans, cuando nadie me conocía. Me escogieron para
su salón de clases… Luego Random House decidió hacer ediciones masivas
en inglés y en español.
“A Susan la conocí un año después de mi casi muerte, porque casi me
suicido a los 33 años. Yo tenía un papelito con su nombre en mi cartera.
A los 32 años me hice profesora en Chico, California, tenía mucho miedo
de serlo por esa baja autoestima clavada como espina en mi corazón.
“En Chico me dieron las clases más difíciles y a ninguno de los
alumnos les interesaba la literatura, yo sentí que el fracaso era mi
culpa. Llegué a tal nivel de desesperación, un vórtex de depresión y
concluí: ‘Bueno, me mato’. Tenía un gatito y decidí meterme con él en el
coche, prendemos el motor y ahí nos dormimos y no tenemos que batallar
con la vida que es mucha lata.
“Un amigo mío, Dennis, me dijo: ‘Yo ya te hice una cita con un
sicólogo; si tú no regresas a Chicago, voy por ti’. Mi pareja en ese
tiempo era un hombre que me estaba ahogando: ‘Si te vas a Chicago, se
acabó todo’. Me quedé como un árbol de corcho, no me salía ni una
lágrima: ‘Lo siento, tengo que irme si no me voy a morir’.
“En el momento en que llegue a mi casa mi mamá me dijo: ‘Tengo una
carta de Washington’. Era del National Endownment for the Arts:
‘Felicidades, estás premiada con 20 mil dólares’… Respondí de inmediato:
‘Ustedes no saben que me han salvado la vida’. Entonces me fui al baño,
todo el año mi cuerpo estuvo bajo tanto estrés que no me bajaba la
regla y me bajó la regla. Perdí a mi pareja, gané el premio, fui con la
sicóloga y me explicó que yo sentía culpa por ser una mujer latina de la
working class. Cambié de la noche al día. The House on Mango Street me
hizo viajar al mundo entero, dar conferencias en todas las
universidades, vestirme de china poblana, de tehuana y recibir el premio
que me dio Obama, aunque creo que él se sentía mal (como yo me sentí
mal al recibirlo), porque despidió a tantos mexicanos de sus hogares.
‘¿Cómo voy a recibir ese premio de ese presidente?’ Me preocupé mucho.
“Norma Alarcón me dijo: ‘No, tú tienes que ir porque vas a
representar a los migrantes mexicanos’. Como hija de migrante, como hija
de madre que sólo estudió hasta los nueve años, representé a muchos. En
estos tiempos estamos bien fregados. Estamos viviendo una etapa
espantosa los latinos. Veo cosas feas que me duelen. Yo pido a diario.
Yo no sé de qué sirvo y por qué la Divina Providencia me trajo a México,
pero quiero servir. Aún no he logrado escribir el libro en que pueda yo
decir: ‘Merezco morir ahora’.”
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