Mar de Historias
Muerte por agua
Cristina Pacheco
El edificio se conocía como el 86. Sus moradores lo catalogaban de
antiguo pero en realidad sólo era viejo. En su frontispicio una placa acreditaba
al ingeniero constructor del inmueble y la fecha de inauguración: enero de l943.
Los pocos inquilinos que aún restaban de aquel tiempo decían orgullosos y
nostálgicos que antes de diciembre los doce departamentos en que se dividían los
cuatro pisos quedaron habitados en su totalidad por familias o parejas
jóvenes.
Todos los arrendatarios se consideraban afortunados por haber conseguido
viviendas accesibles, bien orientadas, de techos altos, pisos de madera y
alacenas en las cocinas. A cambio de esas ventajas no importaba la falta de
garaje y cuartos de servicio. (Carencia significativa sólo para los pocos que
eran dueños de automóvil y los menos que contrataban sirvientas.) En la azotea
del 86 había lavaderos, jaulas para tender la ropa y una vivienda elemental
ocupada por sucesivos porteros. El último fue don Alfonso. Los habitantes del
edificio aquilataron la importancia de su trabajo cuando él se fue y empezaron a
surgir señas de abandono: montoncitos de basura por todas partes, fugas de agua
y alteros de correspondencia acumulada en el zaguán.
Semejante decadencia no era aceptable y menos para quienes se esforzaban por
cubrir las rentas con puntualidad. Al siguiente primero de mes cuando el
administrador fue a cobrarlas lo abordó una comisión de inquilinos que,
implacables, le señalaron con el índice las fallas. Lo peor de todo era la falta
de limpieza. La basura había hecho crecer la inevitable población de mosquitos,
cucarachas y sobre todo de ratones. Los roedores que antes sólo actuaban en la
oscuridad ahora iban y venían a todas horas dejando bolitas negras que
despertaban asco y horror.
Con esas pruebas irrefutables los comisionados exigieron la designación
inmediata de otro portero, si no el 86 quedaría a merced de toda clase de
alimañas hasta venirse abajo. Esa misma tarde reapareció el administrador para
recordarles que eran malos tiempos y aún así las alzas de los alquileres habían
sido leves. Los nuevos dueños no estaban dispuestos a contratar más empleados.
Si querían tener el 86 en buenas condiciones estaba en sus manos lograrlo
encargándose de su limpieza y mantenimiento.
Enterados de sus nuevos deberes, los inquilinos hicieron otra junta para
distribuirse el trabajo por secciones y por días. Quedaba el asunto de la
seguridad. Para garantizársela acordaron clavar un aviso:
Cierre la puerta al entrar o salir. Con ese recordatorio se consideraron a salvo de ladrones, intrusos y viciosos. Pero ¿qué hacer con los ratones?
II
De un departamento a otro las amas de casa intercambiaban métodos
para eliminar a los roedores. Unas sugerían la colocación estratégica de trampas
sencillas que oprimen y decapitan o a veces sólo destripan a los animales; otras
pensaban que era mejor regar bajo los muebles bolitas de migajón o trozos de
queso envenenados. Los dos métodos se aplicaron hasta que se vio que eran
riesgosos. Las pruebas fueron los dedos gordos hinchados de quienes habían
tenido la mala pata de tropezar con el artefacto y la agonía del Pifas,
el gato que sació con migajón su último apetito.
Durante la semana en que desaparecieron los cebos y las trampas los ratones
recobraron su libertad y ampliaron su radio de acción a mesas y trasteros en
donde a todas horas se veían trocitos de papel o de comida mordisqueados.
Herminio, el inquilino del l0l, sugirió la instalación de una trampa más
segura, grande, trapezoidal. La describió como enrejada, con un ganchito al
fondo. Sirve para ensartar el cebo y está conectado a una varilla que al mínimo
toque deja caer la puerta. El ratón queda atrapado y vivo, con lo cual su
perseguidor se ahorra la asquerosa visión de largas agonías, tripitas sangrantes
y pequeños ojos negros desorbitados.
La vecina del 102 sacó una conclusión:
Entonces, ¿uno tiene que matar al ratón que atrape? Dígame cómo. Herminio lo ignoraba y se ofreció a preguntárselo a Celso, el dueño de la tlapalería en donde estaban exhibidas las trampas como novedades.
Los ocupantes del 86 quisieron saber si esos cepos eran costosos. Herminio
dijo que en noviembre, cuando él entró en la tlapalería, Celso estaba colocando
junto a una la cartulina con el precio:
75 pesos.Enseguida apareció un interesado que preguntó por el funcionamiento de las ratoneras. Celso le aseguró que era sencillísimo y para demostrárselo le ordenó a Remigio, su único dependiente, que accionara el artefacto. Herminio estaba de prisa y no se interesó en escuchar el destino final del ratón cautivo.
Satisfechos con sus respuestas, las moradoras del 86 le pidieron a Herminio
que de una vez investigara en la tlapalería cuál era el último paso del
exterminio. Ansiosas, excitadas esperaron el regreso de su informante. Al verlo
entrar en el edificio corrieron a interrogarlo. Él respondió:
Cuando los roedores caen en la trampa se les pone a nadar y punto. ¿Qué quería decir eso?
Simplemente que se toma el cepo, se mete en una cubeta llena de agua. Entonces sólo queda esperar el tiempo que tarde el ratoncito en ahogarse.
Nadie se sentía con valor para llevar a cabo semejante operación. Herminio no
mostró simpatía por tal debilidad y preguntó –sobre todo a sus vecinas– qué era
mejor: ¿sumergir a los ratones o permitirles que siguieran arruinando el 86?
Todos estuvieron de acuerdo en lo primero y sin embargo aún quedaba otra duda.
La expuso Rigoberta, una inquilina del tercer piso:
¿Y si no quiere ahogarse? Los ratones son muy mañosos, capaz que con los dientes rompen la red y se escapan.
Herminio le dio la razón pero la tranquilizó diciéndole que en tal caso
bastaba con poner sobre la trampa una piedra o algo pesado para mantenerla
hundida mientras en su interior el ratón… Se escucharon muestras de horror y
lástima. Herminio dijo que no era para tanto. Remigio le había hecho una
demostración en vivo y en directo, sólo que sin contar con una presa.
Rigoberta tuvo una idea:
Pues cuando en mi casa atrapemos a un ratón en una de esas trampas modernas voy a llamar a Remigio para que se encargue de todo lo que tiene que ver con la cubeta. De seguro me hará el favor, si le ofrezco un dinerito. Voy a la tlapalería para comprar mi trampa y de paso decirle a Remigio que necesito su ayuda. ¿Quién me acompaña?
Durante el resto de la tarde los inquilinos del 86 se dedicaron, risueños y
divertidos, a armar las ratoneras. Esa noche, en medio de la oscuridad, se
escuchó el golpe seco que producían las puertas de hojalata al caer e impedir la
huida de los prisioneros. A la mañana siguiente varias mujeres del 86 se
presentaron en la tlapalería para pedirle a Remigio el favor consabido a cambio
de una propina: ahogar a los ratones capturados.
A partir de aquella fecha, pasadas las seis de la tarde y sin su guardapolvo
de dependiente, Remigio se presentaba a diario en el 86 para hacer su tarea de
exterminador. Como un verdugo eficaz y profesional levantaba las trampas en los
departamentos y antes de sumergirlas en las cubetas se dirigía con voz muy suave
y dulce al roedor condenado a muerte por agua:
No te pongas nervioso, chiquito, vas a nadar un momento y luego descansas.
Argumentando su derecho al ocio, las únicas veces en que Remigio abandonaba
su nueva y extraña actividad eran los domingos y la Semana Santa. Incapaces de
suplirlo en su quehacer de exterminador, durante las vacaciones del verdugo los
inquilinos del 86 mantenían inactivas las trampas y se resignaban a pasarse
cinco noches desvelados, tensos mientras los ratones cumplían con renovada
avidez su destino ancestral: roer.
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