domingo, 20 de enero de 2013

Mar de Historias
Muerte por agua
Cristina Pacheco
El edificio se conocía como el 86. Sus moradores lo catalogaban de antiguo pero en realidad sólo era viejo. En su frontispicio una placa acreditaba al ingeniero constructor del inmueble y la fecha de inauguración: enero de l943. Los pocos inquilinos que aún restaban de aquel tiempo decían orgullosos y nostálgicos que antes de diciembre los doce departamentos en que se dividían los cuatro pisos quedaron habitados en su totalidad por familias o parejas jóvenes.
Todos los arrendatarios se consideraban afortunados por haber conseguido viviendas accesibles, bien orientadas, de techos altos, pisos de madera y alacenas en las cocinas. A cambio de esas ventajas no importaba la falta de garaje y cuartos de servicio. (Carencia significativa sólo para los pocos que eran dueños de automóvil y los menos que contrataban sirvientas.) En la azotea del 86 había lavaderos, jaulas para tender la ropa y una vivienda elemental ocupada por sucesivos porteros. El último fue don Alfonso. Los habitantes del edificio aquilataron la importancia de su trabajo cuando él se fue y empezaron a surgir señas de abandono: montoncitos de basura por todas partes, fugas de agua y alteros de correspondencia acumulada en el zaguán.
Semejante decadencia no era aceptable y menos para quienes se esforzaban por cubrir las rentas con puntualidad. Al siguiente primero de mes cuando el administrador fue a cobrarlas lo abordó una comisión de inquilinos que, implacables, le señalaron con el índice las fallas. Lo peor de todo era la falta de limpieza. La basura había hecho crecer la inevitable población de mosquitos, cucarachas y sobre todo de ratones. Los roedores que antes sólo actuaban en la oscuridad ahora iban y venían a todas horas dejando bolitas negras que despertaban asco y horror.
Con esas pruebas irrefutables los comisionados exigieron la designación inmediata de otro portero, si no el 86 quedaría a merced de toda clase de alimañas hasta venirse abajo. Esa misma tarde reapareció el administrador para recordarles que eran malos tiempos y aún así las alzas de los alquileres habían sido leves. Los nuevos dueños no estaban dispuestos a contratar más empleados. Si querían tener el 86 en buenas condiciones estaba en sus manos lograrlo encargándose de su limpieza y mantenimiento.
Enterados de sus nuevos deberes, los inquilinos hicieron otra junta para distribuirse el trabajo por secciones y por días. Quedaba el asunto de la seguridad. Para garantizársela acordaron clavar un aviso: Cierre la puerta al entrar o salir. Con ese recordatorio se consideraron a salvo de ladrones, intrusos y viciosos. Pero ¿qué hacer con los ratones?
II
De un departamento a otro las amas de casa intercambiaban métodos para eliminar a los roedores. Unas sugerían la colocación estratégica de trampas sencillas que oprimen y decapitan o a veces sólo destripan a los animales; otras pensaban que era mejor regar bajo los muebles bolitas de migajón o trozos de queso envenenados. Los dos métodos se aplicaron hasta que se vio que eran riesgosos. Las pruebas fueron los dedos gordos hinchados de quienes habían tenido la mala pata de tropezar con el artefacto y la agonía del Pifas, el gato que sació con migajón su último apetito.
Durante la semana en que desaparecieron los cebos y las trampas los ratones recobraron su libertad y ampliaron su radio de acción a mesas y trasteros en donde a todas horas se veían trocitos de papel o de comida mordisqueados.
Herminio, el inquilino del l0l, sugirió la instalación de una trampa más segura, grande, trapezoidal. La describió como enrejada, con un ganchito al fondo. Sirve para ensartar el cebo y está conectado a una varilla que al mínimo toque deja caer la puerta. El ratón queda atrapado y vivo, con lo cual su perseguidor se ahorra la asquerosa visión de largas agonías, tripitas sangrantes y pequeños ojos negros desorbitados.
La vecina del 102 sacó una conclusión: Entonces, ¿uno tiene que matar al ratón que atrape? Dígame cómo. Herminio lo ignoraba y se ofreció a preguntárselo a Celso, el dueño de la tlapalería en donde estaban exhibidas las trampas como novedades.
Los ocupantes del 86 quisieron saber si esos cepos eran costosos. Herminio dijo que en noviembre, cuando él entró en la tlapalería, Celso estaba colocando junto a una la cartulina con el precio: 75 pesos. Enseguida apareció un interesado que preguntó por el funcionamiento de las ratoneras. Celso le aseguró que era sencillísimo y para demostrárselo le ordenó a Remigio, su único dependiente, que accionara el artefacto. Herminio estaba de prisa y no se interesó en escuchar el destino final del ratón cautivo.
Satisfechos con sus respuestas, las moradoras del 86 le pidieron a Herminio que de una vez investigara en la tlapalería cuál era el último paso del exterminio. Ansiosas, excitadas esperaron el regreso de su informante. Al verlo entrar en el edificio corrieron a interrogarlo. Él respondió: Cuando los roedores caen en la trampa se les pone a nadar y punto. ¿Qué quería decir eso? Simplemente que se toma el cepo, se mete en una cubeta llena de agua. Entonces sólo queda esperar el tiempo que tarde el ratoncito en ahogarse.
Nadie se sentía con valor para llevar a cabo semejante operación. Herminio no mostró simpatía por tal debilidad y preguntó –sobre todo a sus vecinas– qué era mejor: ¿sumergir a los ratones o permitirles que siguieran arruinando el 86? Todos estuvieron de acuerdo en lo primero y sin embargo aún quedaba otra duda. La expuso Rigoberta, una inquilina del tercer piso: ¿Y si no quiere ahogarse? Los ratones son muy mañosos, capaz que con los dientes rompen la red y se escapan.
Herminio le dio la razón pero la tranquilizó diciéndole que en tal caso bastaba con poner sobre la trampa una piedra o algo pesado para mantenerla hundida mientras en su interior el ratón… Se escucharon muestras de horror y lástima. Herminio dijo que no era para tanto. Remigio le había hecho una demostración en vivo y en directo, sólo que sin contar con una presa.
Rigoberta tuvo una idea: Pues cuando en mi casa atrapemos a un ratón en una de esas trampas modernas voy a llamar a Remigio para que se encargue de todo lo que tiene que ver con la cubeta. De seguro me hará el favor, si le ofrezco un dinerito. Voy a la tlapalería para comprar mi trampa y de paso decirle a Remigio que necesito su ayuda. ¿Quién me acompaña?
Durante el resto de la tarde los inquilinos del 86 se dedicaron, risueños y divertidos, a armar las ratoneras. Esa noche, en medio de la oscuridad, se escuchó el golpe seco que producían las puertas de hojalata al caer e impedir la huida de los prisioneros. A la mañana siguiente varias mujeres del 86 se presentaron en la tlapalería para pedirle a Remigio el favor consabido a cambio de una propina: ahogar a los ratones capturados.
A partir de aquella fecha, pasadas las seis de la tarde y sin su guardapolvo de dependiente, Remigio se presentaba a diario en el 86 para hacer su tarea de exterminador. Como un verdugo eficaz y profesional levantaba las trampas en los departamentos y antes de sumergirlas en las cubetas se dirigía con voz muy suave y dulce al roedor condenado a muerte por agua: No te pongas nervioso, chiquito, vas a nadar un momento y luego descansas.
Argumentando su derecho al ocio, las únicas veces en que Remigio abandonaba su nueva y extraña actividad eran los domingos y la Semana Santa. Incapaces de suplirlo en su quehacer de exterminador, durante las vacaciones del verdugo los inquilinos del 86 mantenían inactivas las trampas y se resignaban a pasarse cinco noches desvelados, tensos mientras los ratones cumplían con renovada avidez su destino ancestral: roer.

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