Mar de Historias
¿No me da mi Navidad?
Cristina Pacheco
Salvo el que le tomaron en su primer cumpleaños, no tenemos un
retrato en donde mi hermano Guillermo aparezca solo. La razón es que nunca a
nadie se le ocurrió hacerlo posar ante la cámara del estudio
Minerva, adonde acudíamos todos los miembros de la familia para tener constancia de un bautizo, unos 15 años, una boda o alguna graduación. La verdad, son escasos los profesionistas entre nosotros. Los pocos que tienen cédula de ingeniero o doctor alcanzaron sus títulos después de haberse pasado un buen tiempo en calidad de fósiles.
El estudio
Minervaera muy pequeño. Una sábana blanca puesta a manera de telón lo dividía en dos. Cuando al fin el maestro Filiberto encontraba el ángulo y la luz más favorecedores para su modelo aparecía Chema, su ayudante. Era un tipo de cabello pintado muy negro y ojos saltones que siempre comía caramelos. Con el hábil movimiento de su lengua los pasaba de un carrillo a otro hasta que al fin los hacía pedazos entre las muelas. Su avidez iba acompañada por un sonido de papel arrugado o vidrios rotos. ¡Crash!
La función de Chema consistía en agitar un canario disecado (apenas
ave y ya poco amarillo) el tiempo necesario para arrancarle una sonrisa a quien
permaneciera frente a la cámara rígido y aleccionado para no parpadear en el
segundo deslumbrante del flashazo.
II
Si no guardamos retratos en los que Guillermo fuera protagonista,
en cambio abundan las fotografías familiares en las que aparece junto a alguien
o mejor dicho detrás de alguien. Su posición permite ver algo de su cara y de
aquella mirada alegre del lado derecho y opaca del izquierdo. La causante de ese
efecto era una membrana que hacía descender su párpado inferior y le daba a
Memo la expresión triste de un viejo fatigado.
De su primera etapa estudiantil quedan de Guillermo tres o cuatro fotos.
Corresponden a otras tantas participaciones en los festivales escolares.
Recuerdo que aceptó presentarse en público de muy mala gana y sólo porque mi
madre le decía que de no hacerlo iban a reprobarlo. En el fondo ella sólo
deseaba que Guillermo venciera su timidez, que se aceptara porque después de
todo su defecto no era nada del otro mundo.
En las pocas ocasiones en que la familia se reunía no faltaba a quien se le
ocurriera que nos pusiéramos a ver el álbum familiar. Hojeándolo, hacíamos
memoria de ciertas anécdotas, de hechos que considerábamos sobresalientes, de
momentos únicos que podían repetirse cuantas veces abriéramos nuestro álbum.
El único que no se divertía con nuestras nostálgicas sesiones era
Memo. Lo avergonzaban las fotos en donde aparece a los siete años
disfrazado de chinaco y a los nueve bailando el Jarabe Tapatío vestido
de charro y con un sombrero de ala tan grande que le oculta la cara.
III
Hasta la fecha nadie se atreve a confesarlo, pero todos en la
familia sabemos que el lugar y las condiciones en que mi hermano Guillermo fue
retratado se deben a que era un niño feo. Consciente de eso, él aceptaba como
algo natural su posición en segundo plano durante todo el año, excepto en
diciembre.
Quien se encargaba de ponerlo en un sitio estelar era mi tío Jairo. Hasta
hace nueve años que se fue a Cancún, él siempre vivió en esta colonia. Llegó
aquí con mi abuela, quien lo crió, mucho antes que nosotros. Tomado, le gustaba
platicarnos de cómo se había ido poblando el rumbo hasta convertirse en una
inmensa mancha de casas desiguales, frágiles, pardas, sin sombra de
árboles.
Mi tío Jairo se enorgullecía de saber de memoria los nombres de las calles y
los apellidos de todos los colonos. A muchos los trataba confianzudo porque
desde niño había trabajado con ellos en calidad de mozo, jardinero, albañil,
chofer, repartidor.
De esa etapa le quedó nada más una motocicleta roja y destartalada con la que
hacía malabarismos los domingos y entraba en competencias. En una de esas tuvo
un accidente. Resultó muy herido y salió vivo de milagro. Para agradecérselo a
la Virgen de Guadalupe le prometió que sólo usaría la motocicleta en
diciembre.
No olvido el entusiasmo con que pulía y adornaba la moto con motivos
navideños para recorrer las calles en donde vivían, y siguen viviendo, muchos de
sus viejos conocidos. Lo llamaban por su nombre, Jairo y hasta Jairito,
y él se dirigía a ellos bajo el término de
patrón, aunque hiciera mucho tiempo que no les trabajaba.
A pesar de que en tantos años no hemos tenido noticias suyas, estoy segura de
que mi tío Jairo aún vive. En tal caso no dudo que recuerde aquellos diciembres
en que por dos semanas abandonaba su puesto de velador para hacer sus recorridos
por la colonia con mi hermano sentado en la parte delantera de la
motocicleta.
Por supuesto, los demás sobrinos de Jairo queríamos que él nos tomara por
acompañantes, pero nos rechazaba. Ante nuestra insistencia él volvía a
explicarnos –no sin cierto cinismo– el motivo de su predilección por Guillermo.
Desde principios de diciembre aparecían en las calles niños, familias,
barrenderos, repartidores, carteros, sastres, músicos, operarios que iban de
casa en casa pidiendo su Navidad.
Ante tan abundante competencia mi tío Jairo necesitaba sobresalir. No
encontró mejor forma que valerse de Guillermo. Estaba seguro de que él, con su
carita pálida y su ojo gacho, despertaría la generosidad de las personas ante
las que Jairo recitaba su frase decembrina adornada con una sonrisa beatífica y
humilde:
¿No me da mi Navidad, patrón?
Agotado el itinerario del día y ya de vuelta en casa, Jairo sacaba de sus
bolsillos las aportaciones navideñas de sus antiguos empleadores y le ofrecía a
mi hermano una tercera parte de lo recolectado. Ese dinero reforzaba la posición
sobresaliente de Guillermo: de todos los niños en la familia era el único en
condiciones de comprarse juguetes, dulces o ir al cine. Por eso lo veíamos como
a un ser superior y lo envidiábamos.
Ante sus ganancias perdía importancia el hecho de que cada uno de nosotros
tuviera un buen número de fotos en donde aparecíamos solos, bonitos, risueños,
mirando hacia la cámara mientras Chema agitaba aquel pobre canario
disecado: cada año menos ave y ya poco amarillo.
Antes de irse a Cancún, Jairo saldó su deuda con un mecánico entregándole su
motocicleta. Sigue en venta, aunque ya no pasa de ser un montón de fierros que
conservan algo del color rojo.
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