La monstruosa noción de desaparición forzada
Descrito en varios instrumentos legales de carácter federal y local –y de manera muy perfectible, al decir de numerosos especialistas en derecho–, el delito de desaparición forzada continúa, en México, descargándose sobre un cuerpo social que no parece contar con mecanismos de protección adecuados para evitar la aberrante práctica.
Las dificultades empiezan desde la tipificación de ese crimen, que es objeto de interpretaciones diversas relacionadas con las circunstancias en que se produce la desaparición, el ocultamiento de los detalles en que tuvo lugar la misma, los derechos que les son vulnerados a las víctimas y los alcances de cada una de las garantías violadas, entre otras cosas. Las precisiones técnicas necesarias para diferenciar este tipo de desaparición del secuestro, por ejemplo, han generado más de una controversia que sólo ha servido para entorpecer aún más la configuración de una herramienta contundente para sancionar a quienes, utilizando la fuerza y los recursos del aparato de Estado (la legislación aclara que se trata de un delito privativo de los servidores públicos), despojan a las personas de libertad, dignidad y, demasiado a menudo, de la vida. La escasa disposición de los organismos de seguridad a apoyar y aun acatar leyes sobre la materia (en nombre, precisamente, de la seguridad) no ayuda a combatir de manera frontal, desde la legalidad, el atroz delito.
Mientras, en la vida real, éste continúa mostrando con cifras su indeseable presencia. En la República Mexicana hay alrededor de 28 mil personas desaparecidas en la versión que dan a conocer las propias autoridades de gobierno, y un número considerablemente mayor según distintas organizaciones civiles que se ocupan del tema. Pero sea cual sea la verdadera cantidad de víctimas (que por otra parte resulta virtualmente imposible conocer con exactitud), la suma de ellas representa la prueba palmaria de una sociedad herida. Tradicionalmente asociado con la enajenación y la intriga, el concepto de desaparición aplicado a los seres humanos constituye una anomalía no sólo del acuerdo social, sino de la propia razón: lo elevaron a la categoría de sistema las dictaduras que en los años 70 asolaron varias naciones de nuestro sur continental, y con ese carácter lo hicieron suyo los elementos menos proclives a la democracia en distintos ámbitos de gobierno. El hecho de que, en nuestro país, entre los desaparecidos forzosamente haya cerca de 160 ciudadanos comprometidos en la defensa de los derechos humanos, es un indicio de los intereses que defienden quienes perpetran las desapariciones.
Contar con una ley general sobre este particular, que no sólo contemple penas adecuadas para los responsables, sino también adopte mecanismos para resarcir –dentro de lo que cabe, que en estos casos no es mucho– a los familiares de las personas desaparecidas, debe convertirse en una auténtica prioridad de gobierno.
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