Tanhuato: la barbarie y la impunidad
Carlos Fazio
El pasado 18 de agosto, a casi un año y tres meses de ocurridos los hechos, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) dio a conocer sus conclusiones sobre el caso Tanhuato. El organismo confirmó que agentes de la Policía Federal (PF) ejecutaron de manera arbitraria a 22 de los 42 civiles muertos en el Rancho del Sol –localizado en el municipio de Tanhuato, Michoacán–, y que al menos 13 de los abatidos presentaban tiros en la espalda (presumiblemente se les aplicó la ley fuga); cinco fueron muertos por disparos desde un helicóptero artillado; uno fue herido de bala y expuesto a fuego directo estando aún con vida; tres fueron victimados, a pesar de que ya estaban sometidos; otro presentó lesiones similares a un atropellamiento. Dos cadáveres fueron quemados arbitrariamente y uno más estaba carbonizado. En 15 casos más la CNDH no pudo establecer técnicamente las circunstancias en que fueron privados de la vida, pues los policías y la Comisión Nacional de Seguridad dieron datos falsos sobre lo ocurrido.
La recomendación 4VG/2016 señala que la Policía Federal mintió al señalar que hubo un enfrentamiento previo en la carretera aledaña al inmueble, ya que los agentes entraron al rancho de manera sigilosa; no actuaron en flagrancia ni fueron recibidos a tiros, y la institución resguardó por más de cuatro horas el inmueble –impidiendo el ingreso de peritos y autoridades ministeriales–, lapso en que manipuló y alteró elementos y evidencias en la escena de los crímenes; modificó la posición inicial de varios cadáveres; colocó (sembró) armas de fuego y cartuchos junto a otros cuerpos, y torturó e infligió tratos crueles, inhumanos y degradantes a tres personas que se habrían salvado porque, por error, uno de los mandos policiales reportó a sus superiores que los habían detenido vivos. Diecinueve cuerpos estaban descalzos, algunos con el torso descubierto y otro sólo vestía trusa, lo que permite establecer que dichas personas se encontraban dormidas cuando se inició el operativo.
Durante el ataque, en el que habría perdido la vida un policía, intervinieron 100 agentes, incluidos los cinco que viajaban en el helicóptero artillado. La CNDH determinó que la Policía Federal hizo un uso desproporcionado de la fuerza y, como ejemplo de una demostración innecesaria de capacidad letal, señaló que el artillero del helicóptero que intervino en la acción disparó 4 mil proyectiles, tras recibir la orden del capitán de la aeronave, quien, a su vez, obedeció al comisario que estaba al mando desde tierra.
El mismo 18 de agosto, acompañado por el jefe de la Policía Federal, Enrique Galindo, el titular de la Comisión Nacional de Seguridad, Renato Sales Heredia, calificó de radical el informe de la CNDH y negó que los agentes hubieran cometido ejecuciones extrajudiciales, bajo el argumento de que en México no existe ese tipo legal. Según el comisionado, la PF actuó en legítima defensa, de manera racional y proporcional en un escenario hostil.
A pesar del proverbial negacionismo oficial, la matanza de Tanhuato exhibe la persistencia de un patrón regular de graves violaciones a los derechos humanos por fuerzas militares y policiales mexicanas. Remite al uso de una violencia desbocada; a una bestialidad y una saña ejemplares como fines en sí mismos. Desnuda la forma en que la necropolítica hace hoy del asesinato del enemigo (del Estado) su objetivo primero y absoluto, con el pretexto de la lucha contra la criminalidad. Tanhuato muestra que el régimen de Enrique Peña Nieto –como el de su antecesor, Felipe Calderón– funda su soberanía en el derecho de matar a quienes les venga en gana; de exterminar seres humanos considerados desechables y matables (Agamben), como parte de una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte.
Privatizado lo público y prácticamente extinguida la política, el capitalismo criminal y militarizado de nuestros días se rige por el necropoder. Un necropoder en cuyo seno las fuerzas federales actuaron, en Tanhuato, como una máquina de guerra con derecho de matar igual que en la Alemania nazi o Estados Unidos en Vietnam, Afganistán e Irak. No se trata de un exceso, sino de un engranaje más de una tecnología represiva asesina adoptada de manera racional y centralizada. En Tanhuato, como antes en Ojinaga, Tlatlaya, Apatzingán y un largo etcétera –incluido Nochixtlán, donde el 19 de junio de 2016 las tropas de asalto de Enrique Galindo asesinaron a un mínimo de ocho lugareños– los federales no mataron personas, sino presuntos delincuentes, esos otros, considerados enemigos, peligrosos, amenazantes.
Según la Constitución, en México no existe la pena de muerte y, además, todo mexicano tiene derecho a un juicio justo, lo que incluye el derecho humano a la presunción de inocencia. Sin embargo, el mensaje de Tanhuato es nítido: el soberano puede matar a su antojo, en cualquier momento, de todas las maneras inimaginables posibles. Pero Tanhuato no es un hecho aislado: responde a una modalidad represiva del Estado. Es otro caso emblemático de un necropoder bestializado, deshumanizado y normalizado, que ha convertido el estado de excepción –con suspensión fáctica de garantías– en regla permanente contra enemigos identificados como presuntos delincuentes. En el fondo, el objetivo del necropoder y el terror estatal es el sometimiento social, la sumisión del Otro. Quien se resiste es desechable, exterminable. De tiempo atrás asistimos a una tonton-macutización del régimen como parte de una dinámica depredadora organizada, de desposesión y reterritorialización con fines de dominación económica al que sirve un gobierno privado indirecto, difuso y sin escrúpulos, la misma elite corporativa que incita hoy a una represión generalizada contra la disidencia magisterial que se opone a la contrarreforma administrativa y laboral de Peña Nieto y Aurelio Nuño.
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