Juan Gabriel y el ocaso de los ídolos
Javier Aranda Luna
La sentencia es implacable: los ídolos no dependen de caprichos del reparto, de oscilaciones del gusto, de críticas objetivas o subjetivas. No conocen los descensos súbitos de popularidad, las telenovelas de bajo rating, los discos que apenas se venden. Un ídolo, nos dice Carlos Monsiváis, en el mejor close up de Juan Gabriel en su libro Escenas de pudor y liviandad, es un convenio multigeneracional.
Y no es cualquier cosa la migración del gusto de una generación a otra: de la generación de los 50, a la que perteneció Monsiváis, a los famosos millennials que han parado de cabeza a la radio y la televisión.
La muerte de Juan Gabriel nos recuerda que vivimos no sólo un cambio de generación, sino de época. Las grandes divas, los grandes ídolos –cuya fama trasciende tres películas, algunas canciones, unos cuantos conciertos– parecen estar en extinción. Madonna, Lady Gaga son el eco de eso que fue a fuerza de reinventarse. Su permanencia, en mucho, se debe a su constante transformación. Pedro Infante, en cambio, o Cantinflas o Marylin Monroe o Los Beatles se siguen reciclando con su misma imagen.
Los miles de seguidores, los trending topic difícilmente pasan de una generación a la siguiente, de un día a otro. Sus portadores momentáneos son ídolos con pies de barro. La cultura del espectáculo, la cultura de la rapidez, encumbra con celeridad y con celeridad olvida. Su corazón es la moda y la tradición de la moda es el ya no más, la muerte, el olvido. En cambio, cuando un ídolo muere, expande de manera imprevisible su presencia en la memoria colectiva. Está más vivo que nunca.
Estos días la Ciudad de México se ha convertido en una urbe musical. Por momentos parece melómana, pero sólo escucha a un compositor que pasó de la gana a la fama, de un género musical a otro y que incluso ensayó el panfleto para apoyar por ejemplo al candidato Francisco Labastida Ochoa en el año 2000.
Musical porque no hay lonchería, tienda de abarrotes, centro comercial que no escuche, como los apretujados del Metro, el repertorio de Juan Gabriel.
En el Metro, por cierto, se vende lo mejor del ídolo por 10 pesos y no faltan improvisados que cantan, o pretenden hacerlo, alguna de sus canciones.
¿Y qué decir de las estaciones de radio y televisión que parecen un coro para contarnos las mismas anécdotas en espacios deportivos, de espectáculos, noticiosos o de análisis político? ¿Por qué el afán de decir ‘también yo’? ¿Qué conversación permitirá la multirrepetida devoción de Juan Gabriel por María Félix, su gusto por la comida sana y los mangos verdes, su infancia miserable, tan semejante a la de miles que la comentan? Pues allí están en parejas o en pequeños grupos tarareando alguna canción que hicieron suya, alguna anécdota que los asemeja o les habla de la cultura del esfuerzo o repitiendo aquella frase con la que definió su preferencia sexual: lo que se ve no se juzga.
Hace tiempo que una muerte no revitalizaba tanto las calles de esta ciudad ni hacía coincidir a tantos, tirios y troyanos. Hasta ha dado para hacer encuestas tontas como aquella que pregunta a un microuniverso sobre cuál debería ser el lugar para enterrar al ídolo.
La diferencia entre un compositor de éxito y un ídolo es meramente numérico. Mientras a un buen cantante podemos recordarlo con dos o tres canciones –y eso está muy bien–, a un ídolo se le puede reconocer casi con cualquier canción de su repertorio.
¿Qué fibras tocó este cantante para quien, según Monsiváis, todo le fue difícil menos el éxito? Su hipótesis me parece razonable: cuando los jóvenes se afanaban por nacionalizar el rock para huir del subdesarrollo y ser modernos, Juan Gabriel, aislado por la miseria y la provincia, encadenado a la realidad, supo compartirla con los otros que eran muchos, que eran miles. Y a diferencia del rock en inglés, que hacía prescindir de las letras a muchísimos jóvenes, Juan Gabriel les ofreció, además de canciones pegajosas, de ritmos que hacían mover los pies, letras que hablaban de lo que muchos: No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo... Letras que hablaban de esa tribu global que sufre y se enamora y le gusta reír.
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