Alianza del Pacífico, Sumatoria que resta
Por: Juan Alberto Sánchez Marín
La Alianza del Pacífico recuerda la novela y la película homónimas del español Fernando Fernán Gómez, “El viaje a ninguna parte”, donde los cuatro países que la han conformado simulan el grupo de cómicos que va sin rumbo haciendo representaciones teatrales por Castilla.
Pero el símil se acaba pronto, porque, si bien la Alianza es un grupo de países bufos en representación histriónica, el despiste es sólo en apariencia. Saben bien adónde van y muy bien de la encomienda entre manos.
México, Colombia, Perú y Chile no confluyen a este pacto por conjunción astral. México llegó a creer que Estados Unidos y Canadá eran sus socios. De Colombia, Perú está más lejos que la República del Congo, y no precisamente por la barrera natural amazónica. Colombia, que se ha ufanado de aliarse con ingleses y gringos contra países hermanos.
Los Estados Unidos han propiciado la división de los pueblos de Nuestra América. Y las élites de los países se han encargado de ejecutar la directriz mediante las guerras, el desconocimiento o la rabia contra el vecino.
Un odio falso entre pueblos, sembrado mediante la manipulación. Asunto sencillo, cuando se cuenta con la estructura mediática a la orden y se maneja eso que llaman opinión pública con el meñique.
Mientras, de élite a élite, las desavenencias son acomodaticias. Casi lo mismo es la mexicana que la peruana, o la colombiana que la chilena. Puede que unas usen Louis Vuitton y otras Fendi, o que no todas se aromaticen con Chanel o Gucci.
La verdad es que unas élites con elementos de identidad tan costosos difícilmente pueden ser enemigas. Pero el dinero, mucho dinero, supone riesgos grandes. Y un comportamiento gregario de la decadente manada es, digamos, unir fuerzas. Para eso se crean engañosos y elaborados mecanismos de sumisión. Propuestas que se anuncian como oportunidades y son oportunismo.
Se echa mano de las rencillas entre las élites de una patria u otra sólo si se requiere con urgencia algún nacionalismo, para afianzarse a sí mismas.
Pelean las de una misma patria sólo para aferrarse al poder por turnos y sacar del juego otra mirada, otras voces, cualquier divergencia. Es la estratagema que embaucó a Colombia por 16 años y diluyó la oposición al estamento con ácido sulfúrico. 16 años, de los que ya van 56 recorridos. Y seguimos.
En todo caso, una anuencia con los Estados Unidos que les ha llenado los bolsillos y permitido seguir siendo las élites del poder, los delfines a perpetuidad en la política, los “prestantes” hombres de la banca, los virtuosos sin rémoras ni malos recuerdos.
En otras palabras, esta es una integración para dividir. O una unión que resta. Y no es una paradoja. Ni una vía con doble sentido. Es la carretera de vuelta que los Estados Unidos y los países que gravitan en su órbita le construyen a pasos acelerados a la integración en marcha de la región.
Águilas no cazan moscas, pero tampoco crían cuervos. Mal podría un imperio en crisis dedicarse a darle alas a quien pudiera sacarle los ojos, que es cualquier país de todo el mundo. En el capitalismo salvaje que ellos mismos han alimentado no hay enemigo pequeño.
La prueba es Cuba, una isla asediada que airea en las narices de los Estados Unidos, década tras década, una revolución victoriosa.
Por eso tan elemental es que no puede ser creíble, ni ser generosa, ni para el progreso, buena quizás para nada, una alianza, o cualquier cosa que el país del norte avale.
Los anales sostienen que la idea de la Alianza del Pacífico la lanzó al desgaire el expresidente peruano Alan García. Un individuo teñido de avanzada que contó siempre con el apoyo incondicional de la derecha más calcificada.
Pero la idea vino del más allá. Del cadáver exquisito del Área de Libre Comercio de las Américas, el ALCA, el engendro de George W. Bush para la dominación económica y política de la región.
Una estrategia que entre sus aberraciones incluía la de la liberación de los mercados locales a través de Trato Nacional a las transnacionales. No era abrirles la puerta o las ventanas. Era tumbar la casa para que el capital multinacional saqueara e hiciera lo que quisiera.
Vino de los Tratados de Libre Comercio, los TLC, firmados con cada uno de los cuatro países en detrimento de dichos países. Basta leer las conclusiones de cualquier sector de la economía al respecto. Sobre todo, las de aquellos cuyos dirigentes aclamaron una vez la idea.
Los sesudos dirigentes se jubilaron y partieron con las arcas atiborradas. Pero los representados se quebraron. Ahora van, acusados de infiltración guerrillera, de marcha en marcha, de protesta en protesta, implorando algún alivio. Es el caso de Colombia. O lo fue el de México, donde ya hasta el ánimo para la protesta se agotó.
Y también llega la Alianza del Pacífico de una fuente que en el primer zigzag tiene el agua sucia: El Acuerdo Transpacífico.
Los Estados Unidos tienen el control de los escombros de Occidente. Para lo que falta, está la asociación de subordinación estratégica OTAN-UE, cuyos documentos principales, la Declaración sobre Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) y los acuerdos Berlín Plus, son un chiste para los estados miembros, pero una desgracia para los países marcados para morir por los Estados Unidos.
Los propósitos apuntan al Pacífico. A través del Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica, los Estados Unidos miran al Asia. Una mirada que quema. Por algo Japón, otro país con alma imperial, es reticente, o, cuando menos, cauto.
Y no está China porque las relaciones simétricas no sirven. Al contrario, el yuan es la moneda a derribar. De su sangre requiere el dólar moribundo.
La Alianza del Pacífico, a través de Chile, a través de las sucesión de TLC, los demás países caen de bruces al Acuerdo Transpacífico. Con las pocas bondades que tiene ser parte de una trituradora como esa, en la que lo peor de los sueños estadounidenses del pasado (ALCA) se une con las peores mentiras del futuro: la prosperidad, el empleo, el crecimiento económico.
Teniendo en cuenta que el juego del “libre mercado” es una desgracia comprobada, países como Colombia le apuestan las escasas esperanzas que les queda para salir del atraso.
Alguien pensará que no hay nada que perder, y, sin embargo, se equivoca. Siempre hay mucho que perder. No se pueden subvalorar los alcances del Consenso de Washington. Los centros económicos y los organismos financieros internacionales se esforzaron bien: le construyeron a la región, desde el río Bravo hasta la Patagonia, un pozo sin fondo por el cual siempre pueden arrojarse, voluntariamente o a la brava.
Las cuatro economías añadidas a modo de retazos en la Alianza del Pacífico no son ni de lejos lo que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, afirma que son: Una de las economías más importantes del mundo. Vaya uno a saber de dónde sacó el funcionario tales cifras. La verdad es que es una liga de pobres pegada con babas. Una suma en el verbo, una resta en la carne.
Un club de países con cinco siglos de adicción a la extracción de recursos naturales. En eso basan la economía, inversión extranjera, y en idénticas condiciones de enclave que en los tiempo de la conquista o la colonia. Es reconquista y recolonización.
Todo para las compañías transnacionales, unos centavos de regalías para los bolsillos secuaces, y mucho infortunio para los pueblos aledaños, que son siempre cientos, y muerte para las comunidades campesinas y minorías étnicas que tengan la desgracia de que sus tierras ancestrales se atraviesen en el camino de la voracidad.
Un pacto fuerte, según dicen, pero con enormes diferencias de ingreso por habitante, donde los promedios de Chile y México duplican los de Perú y Colombia, y con una marcada inequidad en la distribución del ingreso que existe en los cuatro países.
Y entre los atrasados, Colombia más atrás. Las desventajas son claras y muchas. Sin industria, sin infraestructura de transporte ni productiva en casi todos los campos, con los pocos avances desmantelados y sin políticas de ningún tipo. Sólo con una coherente improvisación, gobierno tras gobierno.
Con el déficit en cuenta corriente que bordea el 4 % del PIB y el balance comercial del país desplomado a la tercera parte, Colombia no tiene mucho que hacer ni siquiera frente a los socios de la Alianza. Su economía es de las más endebles.
Mucho menos frente a los rebotes a tres bandas que le golpearán de lleno. Las multinacionales no arriesgan. Este es su juego. El saqueo de riquezas, el destrozo del medio ambiente, la inmersión en un maraña de reglas sobre las propiedades intelectual e industrial, son apenas espacios para la rentabilidad.
Peor que esta notoria distancia entre los miembros, son los abismales trechos que hay al interior de la propia Colombia, el país más desigual de América Latina y el cuarto en el mundo. Sin hablar de la guerra sin tregua que lo azota desde hace décadas. Donde no se sabe si la realidad y los militares estarán a altura de las esperanzas del país. Y si el proceso de paz que se adelanta en La Habana entre el gobierno y las FARC es o no otro viaje a ninguna parte.
Y esta es la parte del trayecto donde los funcionarios colombianos no saben para dónde vamos, o son bien pagos para no saberlo.
La otra parte, la que sí conocen de sobra, es la que le permite a los Estados Unidos bloquearle la salida al mar a países como Brasil y Venezuela, que pueden competirle a sus intereses, o que ideológicamente no se corresponden, y dar al traste con proyectos de integración y unión autóctonos, como la Unasur, el Mercosur, el ALBA, o la misma Celac.
Los contrapesos del desarrollo regional, que incomodan a Norteamérica, y que tantos dolores de cabeza le ocasionan al capital transnacional.
El bloque de la Alianza del Pacífico se vende como el expedito mecanismo para un mayor crecimiento, desarrollo y competitividad de las economías respectivas, en medio de un mar de principios y metas comerciales ya logradas a través de los tratados bilaterales de inversión, diseñados por los Estados Unidos, y la sucesión de TLC’s.
Asunto que los apologistas contratados, al igual que Santos, no mencionan.
Es el discurso, mientras el objetivo soterrado tiene visos políticos e ideológicos.
La cohesión y la unidad de la América Latina, sin el modelo neoliberal y sin la supeditación al esquema de libre comercio definido e impulsado por Washington, se vuelve, más que inoficiosa, un peligro.
De ahí la necesidad de la reingeniería geopolítica del continente, que es lo que se vislumbra por los resquicios de la fachada. A través del BID, el instrumento financiero de bolsillo de los Estados Unidos, se financia la Alianza del Pacífico. Y no es altruismo.
Los movimientos sociales, las minorías étnicas, los pueblos en pleno, tienen ante sí el desafío de jugársela por las propuestas endógenas en marcha, de la integración a un nivel múltiple y de inclusión. A la par de lo comercial, tiene que ir lo energético, lo financiero, lo productivo, lo social, lo cultural y la comunicación. Y antes que nada deben haber perspectivas de soberanía para la región.
O si prosiguen el acelerado viaje a ninguna parte.
Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y director de cine y televisión
.
Pero el símil se acaba pronto, porque, si bien la Alianza es un grupo de países bufos en representación histriónica, el despiste es sólo en apariencia. Saben bien adónde van y muy bien de la encomienda entre manos.
México, Colombia, Perú y Chile no confluyen a este pacto por conjunción astral. México llegó a creer que Estados Unidos y Canadá eran sus socios. De Colombia, Perú está más lejos que la República del Congo, y no precisamente por la barrera natural amazónica. Colombia, que se ha ufanado de aliarse con ingleses y gringos contra países hermanos.
Los Estados Unidos han propiciado la división de los pueblos de Nuestra América. Y las élites de los países se han encargado de ejecutar la directriz mediante las guerras, el desconocimiento o la rabia contra el vecino.
Un odio falso entre pueblos, sembrado mediante la manipulación. Asunto sencillo, cuando se cuenta con la estructura mediática a la orden y se maneja eso que llaman opinión pública con el meñique.
Mientras, de élite a élite, las desavenencias son acomodaticias. Casi lo mismo es la mexicana que la peruana, o la colombiana que la chilena. Puede que unas usen Louis Vuitton y otras Fendi, o que no todas se aromaticen con Chanel o Gucci.
La verdad es que unas élites con elementos de identidad tan costosos difícilmente pueden ser enemigas. Pero el dinero, mucho dinero, supone riesgos grandes. Y un comportamiento gregario de la decadente manada es, digamos, unir fuerzas. Para eso se crean engañosos y elaborados mecanismos de sumisión. Propuestas que se anuncian como oportunidades y son oportunismo.
Se echa mano de las rencillas entre las élites de una patria u otra sólo si se requiere con urgencia algún nacionalismo, para afianzarse a sí mismas.
Pelean las de una misma patria sólo para aferrarse al poder por turnos y sacar del juego otra mirada, otras voces, cualquier divergencia. Es la estratagema que embaucó a Colombia por 16 años y diluyó la oposición al estamento con ácido sulfúrico. 16 años, de los que ya van 56 recorridos. Y seguimos.
En todo caso, una anuencia con los Estados Unidos que les ha llenado los bolsillos y permitido seguir siendo las élites del poder, los delfines a perpetuidad en la política, los “prestantes” hombres de la banca, los virtuosos sin rémoras ni malos recuerdos.
En otras palabras, esta es una integración para dividir. O una unión que resta. Y no es una paradoja. Ni una vía con doble sentido. Es la carretera de vuelta que los Estados Unidos y los países que gravitan en su órbita le construyen a pasos acelerados a la integración en marcha de la región.
Águilas no cazan moscas, pero tampoco crían cuervos. Mal podría un imperio en crisis dedicarse a darle alas a quien pudiera sacarle los ojos, que es cualquier país de todo el mundo. En el capitalismo salvaje que ellos mismos han alimentado no hay enemigo pequeño.
La prueba es Cuba, una isla asediada que airea en las narices de los Estados Unidos, década tras década, una revolución victoriosa.
Por eso tan elemental es que no puede ser creíble, ni ser generosa, ni para el progreso, buena quizás para nada, una alianza, o cualquier cosa que el país del norte avale.
Los anales sostienen que la idea de la Alianza del Pacífico la lanzó al desgaire el expresidente peruano Alan García. Un individuo teñido de avanzada que contó siempre con el apoyo incondicional de la derecha más calcificada.
Pero la idea vino del más allá. Del cadáver exquisito del Área de Libre Comercio de las Américas, el ALCA, el engendro de George W. Bush para la dominación económica y política de la región.
Una estrategia que entre sus aberraciones incluía la de la liberación de los mercados locales a través de Trato Nacional a las transnacionales. No era abrirles la puerta o las ventanas. Era tumbar la casa para que el capital multinacional saqueara e hiciera lo que quisiera.
Vino de los Tratados de Libre Comercio, los TLC, firmados con cada uno de los cuatro países en detrimento de dichos países. Basta leer las conclusiones de cualquier sector de la economía al respecto. Sobre todo, las de aquellos cuyos dirigentes aclamaron una vez la idea.
Los sesudos dirigentes se jubilaron y partieron con las arcas atiborradas. Pero los representados se quebraron. Ahora van, acusados de infiltración guerrillera, de marcha en marcha, de protesta en protesta, implorando algún alivio. Es el caso de Colombia. O lo fue el de México, donde ya hasta el ánimo para la protesta se agotó.
Y también llega la Alianza del Pacífico de una fuente que en el primer zigzag tiene el agua sucia: El Acuerdo Transpacífico.
Los Estados Unidos tienen el control de los escombros de Occidente. Para lo que falta, está la asociación de subordinación estratégica OTAN-UE, cuyos documentos principales, la Declaración sobre Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) y los acuerdos Berlín Plus, son un chiste para los estados miembros, pero una desgracia para los países marcados para morir por los Estados Unidos.
Los propósitos apuntan al Pacífico. A través del Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica, los Estados Unidos miran al Asia. Una mirada que quema. Por algo Japón, otro país con alma imperial, es reticente, o, cuando menos, cauto.
Y no está China porque las relaciones simétricas no sirven. Al contrario, el yuan es la moneda a derribar. De su sangre requiere el dólar moribundo.
La Alianza del Pacífico, a través de Chile, a través de las sucesión de TLC, los demás países caen de bruces al Acuerdo Transpacífico. Con las pocas bondades que tiene ser parte de una trituradora como esa, en la que lo peor de los sueños estadounidenses del pasado (ALCA) se une con las peores mentiras del futuro: la prosperidad, el empleo, el crecimiento económico.
Teniendo en cuenta que el juego del “libre mercado” es una desgracia comprobada, países como Colombia le apuestan las escasas esperanzas que les queda para salir del atraso.
Alguien pensará que no hay nada que perder, y, sin embargo, se equivoca. Siempre hay mucho que perder. No se pueden subvalorar los alcances del Consenso de Washington. Los centros económicos y los organismos financieros internacionales se esforzaron bien: le construyeron a la región, desde el río Bravo hasta la Patagonia, un pozo sin fondo por el cual siempre pueden arrojarse, voluntariamente o a la brava.
Las cuatro economías añadidas a modo de retazos en la Alianza del Pacífico no son ni de lejos lo que el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, afirma que son: Una de las economías más importantes del mundo. Vaya uno a saber de dónde sacó el funcionario tales cifras. La verdad es que es una liga de pobres pegada con babas. Una suma en el verbo, una resta en la carne.
Un club de países con cinco siglos de adicción a la extracción de recursos naturales. En eso basan la economía, inversión extranjera, y en idénticas condiciones de enclave que en los tiempo de la conquista o la colonia. Es reconquista y recolonización.
Todo para las compañías transnacionales, unos centavos de regalías para los bolsillos secuaces, y mucho infortunio para los pueblos aledaños, que son siempre cientos, y muerte para las comunidades campesinas y minorías étnicas que tengan la desgracia de que sus tierras ancestrales se atraviesen en el camino de la voracidad.
Un pacto fuerte, según dicen, pero con enormes diferencias de ingreso por habitante, donde los promedios de Chile y México duplican los de Perú y Colombia, y con una marcada inequidad en la distribución del ingreso que existe en los cuatro países.
Y entre los atrasados, Colombia más atrás. Las desventajas son claras y muchas. Sin industria, sin infraestructura de transporte ni productiva en casi todos los campos, con los pocos avances desmantelados y sin políticas de ningún tipo. Sólo con una coherente improvisación, gobierno tras gobierno.
Con el déficit en cuenta corriente que bordea el 4 % del PIB y el balance comercial del país desplomado a la tercera parte, Colombia no tiene mucho que hacer ni siquiera frente a los socios de la Alianza. Su economía es de las más endebles.
Mucho menos frente a los rebotes a tres bandas que le golpearán de lleno. Las multinacionales no arriesgan. Este es su juego. El saqueo de riquezas, el destrozo del medio ambiente, la inmersión en un maraña de reglas sobre las propiedades intelectual e industrial, son apenas espacios para la rentabilidad.
Peor que esta notoria distancia entre los miembros, son los abismales trechos que hay al interior de la propia Colombia, el país más desigual de América Latina y el cuarto en el mundo. Sin hablar de la guerra sin tregua que lo azota desde hace décadas. Donde no se sabe si la realidad y los militares estarán a altura de las esperanzas del país. Y si el proceso de paz que se adelanta en La Habana entre el gobierno y las FARC es o no otro viaje a ninguna parte.
Y esta es la parte del trayecto donde los funcionarios colombianos no saben para dónde vamos, o son bien pagos para no saberlo.
La otra parte, la que sí conocen de sobra, es la que le permite a los Estados Unidos bloquearle la salida al mar a países como Brasil y Venezuela, que pueden competirle a sus intereses, o que ideológicamente no se corresponden, y dar al traste con proyectos de integración y unión autóctonos, como la Unasur, el Mercosur, el ALBA, o la misma Celac.
Los contrapesos del desarrollo regional, que incomodan a Norteamérica, y que tantos dolores de cabeza le ocasionan al capital transnacional.
El bloque de la Alianza del Pacífico se vende como el expedito mecanismo para un mayor crecimiento, desarrollo y competitividad de las economías respectivas, en medio de un mar de principios y metas comerciales ya logradas a través de los tratados bilaterales de inversión, diseñados por los Estados Unidos, y la sucesión de TLC’s.
Asunto que los apologistas contratados, al igual que Santos, no mencionan.
Es el discurso, mientras el objetivo soterrado tiene visos políticos e ideológicos.
La cohesión y la unidad de la América Latina, sin el modelo neoliberal y sin la supeditación al esquema de libre comercio definido e impulsado por Washington, se vuelve, más que inoficiosa, un peligro.
De ahí la necesidad de la reingeniería geopolítica del continente, que es lo que se vislumbra por los resquicios de la fachada. A través del BID, el instrumento financiero de bolsillo de los Estados Unidos, se financia la Alianza del Pacífico. Y no es altruismo.
Los movimientos sociales, las minorías étnicas, los pueblos en pleno, tienen ante sí el desafío de jugársela por las propuestas endógenas en marcha, de la integración a un nivel múltiple y de inclusión. A la par de lo comercial, tiene que ir lo energético, lo financiero, lo productivo, lo social, lo cultural y la comunicación. Y antes que nada deben haber perspectivas de soberanía para la región.
O si prosiguen el acelerado viaje a ninguna parte.
Juan Alberto Sánchez Marín es periodista y director de cine y televisión
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