CapitalismoJuan Torres López
Se vuelven a recrudecer los peores pronósticos sobre el futuro inmediato del sistema financiero y de la economía mundial. No tiene mucho mérito anticipar que se está gestando un crash mucho peor que el que provocó la crisis de las hipotecassubprime.


No puede ocurrir otra cosa cuando prácticamente no se ha hecho nada para bloquear los factores de riesgo que ocasionaron esta última crisis y que, por tanto, van a volver a provocar otras sucesivas, cada vez de mayor envergadura y peligrosidad. Algunas circunstancias permiten augurarlo.
Es inevitable que se  produzcan suspensiones de pagos de modo muy desordenado. No existen instituciones ni mecanismos de arbitraje a nivel mundial que pudieran establecer reestructuraciones equilibradas y es imposible que la deuda acumulada se pueda metabolizar por el sistema sin producir un bloqueo fatal de la actividad productiva.
Muchos países entrarían en situación de default al no poder hacer frente a los pagos de sus obligaciones por deuda y eso arrastraría a los demás sin remedio.
La deuda mundial y la de los diferentes países se duplican cada siete o diez años más o menos. No es posible “digerirla” esperando a que lo haga el crecimiento de la actividad económica y del ingreso, insuficientes y cada vez más concentrados.
Las suspensiones vendrán acompañadas de movimientos de capital muy rápidos y caóticos, como los que han surgido en las últimas semanas en torno a algunos de los llamados países emergentes y que llevarán consigo crisis cambiarias con efectos inevitables sobre la economía real.
El rescate de los bancos ha consistido en aparentar que han saneado sus balances gracias a trampas contables y a las ayudas regulatorias que permiten registrar beneficios con independencia de su verdadera situación patrimonial, sin contabilizar los verdaderos quebrantos que han sufrido sus activos.
Por las ayudas multimillonarias de los bancos centrales y de los gobiernos se ha podido reciclar una parte de los activos tóxicos que habían contaminado a la inmensa mayoría de las grandes entidades financieras. Pero aún queda una buena parte de ellos en los balances gracias a que se siguen valorando a precios como si no hubiera ocurrido nada en estos últimos años. La prueba es que prácticamente en ningún  sitio se ha recuperado la financiación a la economía.
Tampoco se ha hecho nada por evitar que la especulación y la generación de burbujas se siga generalizando en la economía internacional, consumiendo recursos y desestabilizando todo lo que hay a su alrededor. Las tensiones en las bolsas son constantes y están apuntando a una caída vertiginosa que puede ir acompañado del estallido de las burbujas en diversos países.
Además de estos factores coyunturales hay que tener en cuenta otros estructurales. La desigualdad creciente deteriora la actividad productiva por falta de recursos, alimenta el ahorro que se dirige a la especulación financiera y desincentiva la innovación y el equilibrio social que podría llevarnos hacia modelos productivos más estables y menos dados a la crisis.
La naturaleza impone límites insuperables al uso que hacemos de los recursos. El capitalismo podría hacerse más estable, como ocurriera tras la larga época de crecimiento posterior a la segunda guerra mundial, pero eso solo sería viable a costa de intensificar aún más la explotación de la naturaleza y de las fuentes de energía. Esto provocaría un destrozo de consecuencias incalculables.
Las crisis de los últimos doscientos años no son fenómenos naturales o de meras incidencias casuales sino el efecto de una sociedad que se organiza sin organizarse. Este sistema se deja llevar por la ganancia y no planifica, no respeta los límites de la naturaleza, separa la necesidad de las estrategias de producción, concibe la propiedad como una frontera, entroniza el dinero y lo convierte en el eje alrededor del cual ha de girar la vida. Así habrá recurrentemente un divorcio entre oferta y  demanda, entre lo que necesitan los seres humanos y lo que éstos producen con los recursos.
Vivimos en una situación política y social inestable, con democracias (donde las hay) limitadas y vigiladas, sin gobierno mundial y sometidos al dictado de los grandes poderes económicos, bajo la amenaza constante de guerras y en medio de continuos conflictos de baja o media intensidad. Nos encontramos al borde del abismo y lo comprobaremos muy pronto.

Juan Torres López
Catedrático de Economía por la Universidad de Sevilla