Los niños españoles que fueron evacuados a la Unión Soviética aún recuerdan como si fuera hoy el 9 de mayo de 1945, día de la rendición de la Alemania nazi que puso fin al conflicto más sangriento de la historia.
A igual que millones de rusos que salieron ese día a celebrar la gran Victoria, los llamados "niños de la guerra" que huyendo de la confrontación civil en España se encontraron con otra todavía peor en la URSS, recibieron con júbilo la ansiada noticia.
Las tropas de la URSS ya habían tomado Berlín y todos sabían que el nazismo vivía sus últimas horas, pero "escuchar que la guerra se acabó, que todo lo peor había quedado atrás, fue una alegría como pocas en mi vida", afirma Honorina.
A sus 89 años, recuerda "como si fuera hoy" los más duros momentos de aquella guerra, que se llevó a muchos de sus maestros y compañeros, muertos a manos del enemigo, a causa de las enfermedades o el hambre.
A los 17 años la joven asturiana, recién graduada de enfermera, atendía con otras compañeras españolas a los heridos en Stalingrado, batalla que segó la vida de más de dos millones de personas de ambos bandos.
Entre los gritos de los heridos se podía escuchar el rugir de la artillería y ver los destellos de la gran batalla que iluminaban el horizonte, de donde uno tras otro llegaban trenes abarrotados de heridos, llenos de sufrimiento y dolor.
"El olor era tan fuerte que mi amiga se desmayó. Las heridas venían infectadas, tapadas con periódicos o paja, en la que a menudo nos encontrábamos bichos. Era tremendo", narra la entonces enfermera.
La orden era de atender primero "a los que no hablan, a los que no lloran, a los que no piden ayuda", pues eran los que se encontraban en peor estado, sin conocimiento, "casi muertos", y quienes, "cuando empezaban a curarles, abrían lentamente los ojos".
Al final de la guerra, junto con otras españolas, Honorina volvió a Moscú para retomar la carrera médica, y fue allí donde recibió la gran noticia.
Según recuerda su hermano menor, Ramón, a la "casa de niños" donde él estaba la noticia llegó en mal momento.
Cada primavera todos los niños eran vacunados y ese año la vacuna se realizó poco antes del Día de la Victoria.
"Era horrible, muy dolorosa, llevábamos varios días casi sin poder levantarnos del dolor en la espalda", recuerda Ramón.
Sin embargo, sus amigos y él no dudaron en escapar a la Plaza Roja a festejar el fin de la guerra.
"Había tanta alegría, fuegos artificiales, que por la noche ya ni nos acordábamos del dolor", dice.
Para entonces, con apenas 15 años, Ramón ya había vivido tres guerras, la española, la ruso-finlandesa de 1939-1940 y la Segunda Guerra Mundial, en la que perdió a muchos de sus compañeros.
"El día 9 de mayo de 1945 nos lo dijo una educadora. Al enterarnos, pedimos permiso para ir a la Plaza Roja a celebrar con todo el pueblo", relata.
"Llegamos muy temprano y vimos cómo se iba llenando la plaza. Había mucha alegría, se felicitaban unos a otros, se abrazaban sin conocerse".
Libertad recuerda los gritos de "¡Al fin la guerra se acabó!", las conversaciones llenas de esperanza que se escuchaban por doquier, de que las cosas cambiarían y todo iría a mejor.
A pesar de las penurias de la contienda, de los enormes sufrimientos y sacrificios que vivió la Unión Soviética, país que perdió más de 27 millones de vidas, Libertad recuerda que jamás nadie dudó de la victoria.
"Nunca pensé que la URSS podría perder. Siempre supimos que ganaríamos, no sé si por optimismo o por ingenuidad", explica Libertad Fernández a esta agencia.
Recuerda cómo a orillas del Volga, el director de la "casa de niños" les repetía: "No tomarán Stalingrado".
El hogar de niños donde recibieron cobijo los hermanos fue evacuado de Moscú en 1941, cuando empezaron los bombardeos, pero dentro de unos meses la guerra volvió a alcanzarlos a orillas del Volga.
Fue allí donde vivieron sus peores años.
"Había sobrevivido. Me abrazó y hasta levantó en brazos de alegría", rememora emocionada.
Luego Nikolái la llevó a su casa para presentarla a su mujer y su hija y para preguntarle sobre la suerte que corrieron los demás niños.
Durante la guerra había sido herido dos veces, pero volvió a regresar ambas veces a su unidad de tanques.
"España es mi patria, pero la Unión Soviética es mi vida", resume por los tres la mayor, Honorina.
"Han pasado 70 años y aún puedo recordar al detalle el Día de la Victoria; fue la mejor noticia, la que tanto tiempo llevábamos esperando", recuerda Honorina Fernández en declaraciones a Sputnik Nóvosti.
Honorina y sus dos hermanos menores, al igual que más de dos mil niños españoles, fueron evacuados a la URSS para que pudieran evitar los estragos de la guerra civil española. Sin embargo, cuando hoy les preguntan sobre la guerra, recuerdan otra, la que convivieron con los soviéticos.Las tropas de la URSS ya habían tomado Berlín y todos sabían que el nazismo vivía sus últimas horas, pero "escuchar que la guerra se acabó, que todo lo peor había quedado atrás, fue una alegría como pocas en mi vida", afirma Honorina.
A los 17 años la joven asturiana, recién graduada de enfermera, atendía con otras compañeras españolas a los heridos en Stalingrado, batalla que segó la vida de más de dos millones de personas de ambos bandos.
Entre los gritos de los heridos se podía escuchar el rugir de la artillería y ver los destellos de la gran batalla que iluminaban el horizonte, de donde uno tras otro llegaban trenes abarrotados de heridos, llenos de sufrimiento y dolor.
"El olor era tan fuerte que mi amiga se desmayó. Las heridas venían infectadas, tapadas con periódicos o paja, en la que a menudo nos encontrábamos bichos. Era tremendo", narra la entonces enfermera.
La orden era de atender primero "a los que no hablan, a los que no lloran, a los que no piden ayuda", pues eran los que se encontraban en peor estado, sin conocimiento, "casi muertos", y quienes, "cuando empezaban a curarles, abrían lentamente los ojos".
Al final de la guerra, junto con otras españolas, Honorina volvió a Moscú para retomar la carrera médica, y fue allí donde recibió la gran noticia.
"Lloramos de emoción cuando por la radio anunciaron que la guerra terminó. Cantábamos, bailábamos, y seguíamos llorando. Las lágrimas no paraban de correr", rememora.
Durante una semana no fueron a clase, en medio de los festejos y la alegría, y todas recordaban las conversaciones con los soldados heridos.Según recuerda su hermano menor, Ramón, a la "casa de niños" donde él estaba la noticia llegó en mal momento.
Cada primavera todos los niños eran vacunados y ese año la vacuna se realizó poco antes del Día de la Victoria.
"Era horrible, muy dolorosa, llevábamos varios días casi sin poder levantarnos del dolor en la espalda", recuerda Ramón.
Sin embargo, sus amigos y él no dudaron en escapar a la Plaza Roja a festejar el fin de la guerra.
"Había tanta alegría, fuegos artificiales, que por la noche ya ni nos acordábamos del dolor", dice.
Para entonces, con apenas 15 años, Ramón ya había vivido tres guerras, la española, la ruso-finlandesa de 1939-1940 y la Segunda Guerra Mundial, en la que perdió a muchos de sus compañeros.
"Es imposible olvidar aquellos cuatro años. Pasamos muchas penurias. Pensábamos que al terminar la guerra las cosas cambiarían, pero aún tardaron varios años en mejorar", explica.
También su hermana Libertad estaba en la "casa de niños" aquel día, grabado en su memoria al detalle."El día 9 de mayo de 1945 nos lo dijo una educadora. Al enterarnos, pedimos permiso para ir a la Plaza Roja a celebrar con todo el pueblo", relata.
"Llegamos muy temprano y vimos cómo se iba llenando la plaza. Había mucha alegría, se felicitaban unos a otros, se abrazaban sin conocerse".
Libertad recuerda los gritos de "¡Al fin la guerra se acabó!", las conversaciones llenas de esperanza que se escuchaban por doquier, de que las cosas cambiarían y todo iría a mejor.
A pesar de las penurias de la contienda, de los enormes sufrimientos y sacrificios que vivió la Unión Soviética, país que perdió más de 27 millones de vidas, Libertad recuerda que jamás nadie dudó de la victoria.
"Nunca pensé que la URSS podría perder. Siempre supimos que ganaríamos, no sé si por optimismo o por ingenuidad", explica Libertad Fernández a esta agencia.
Recuerda cómo a orillas del Volga, el director de la "casa de niños" les repetía: "No tomarán Stalingrado".
El hogar de niños donde recibieron cobijo los hermanos fue evacuado de Moscú en 1941, cuando empezaron los bombardeos, pero dentro de unos meses la guerra volvió a alcanzarlos a orillas del Volga.
Fue allí donde vivieron sus peores años.
"Pasamos mucha hambre y frío, las temperaturas llegaban a 40 grados bajo cero y trabajábamos mucho", recuerda Libertad.
En su memoria conserva aún la imagen de cómo después de la guerra, ya siendo estudiante de Economía, se encontró en Moscú con Nikolái, su antiguo profesor de Educación Física que en los primeros días de la guerra se alistó de voluntario en el Ejército.
"Había sobrevivido. Me abrazó y hasta levantó en brazos de alegría", rememora emocionada.
Luego Nikolái la llevó a su casa para presentarla a su mujer y su hija y para preguntarle sobre la suerte que corrieron los demás niños.
Durante la guerra había sido herido dos veces, pero volvió a regresar ambas veces a su unidad de tanques.
"Mientras él salió un momento, su mujer me contó que Nikolái se despertaba por las noches y disparaba a las paredes. La guerra, lo vivido y sufrido, había dejado más heridas por dentro que por fuera", explica Libertad.
Los tres hermanos, que hoy recuerdan en España las penurias de la Gran Guerra Patria, coinciden en su gratitud al pueblo ruso, con el que las compartieron."España es mi patria, pero la Unión Soviética es mi vida", resume por los tres la mayor, Honorina.
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