viernes, 24 de octubre de 2014

Las enseñanzas de las últimas elecciones en América Latina 
             Escrito por  Jesús Arboleya/Progreso Semanal

En apenas dos años, han tenido lugar once elecciones presidenciales en América Latina.
Casi todas caracterizadas por un alto grado de polarización y confrontación política, que pusieron a prueba la suerte de algunos gobiernos de izquierda y la continuidad de los procesos integracionistas que se desarrollan en la región.
Aún faltan por ver los resultados en Brasil en el próximo balotaje a celebrarse el 26 de octubre y en Uruguay, donde también se pronostican enfrentamientos muy reñidos y trascendentes. Es muy especial el caso brasileño por su peso en la geopolítica regional.
Hasta ahora, en todas las contiendas donde se planteó este tipo de disputa, los gobiernos de izquierda lograron reelegirse, pero incluso en aquellos lugares donde la competencia no tuvo un matiz tan ideológico, como en Chile y Colombia, triunfaron candidatos que se distanciaron de la extrema derecha, por lo que no hubo cambios significativos en el status quo existente.
Es cierto que no ha faltado algún que otro golpe de Estado –fallidos o exitosos–, que la violencia policial y paramilitar aún impera en ciertos lugares –pensemos en México–y que no está asegurado el no retorno a la represión como sistema, si la derecha continúa perdiendo espacios de poder. No obstante, no hay duda de que en estos momentos los procesos electorales se han convertido en el escenario por excelencia de las luchas políticas latinoamericanas.
Ello ha transformando la naturaleza y el alcance de estos procesos, toda vez que ya no se trata de escoger entre dictaduras y democracias tuteladas, como era común en América Latina, sino que en la mayor parte de los casos se debate modelos distintos de organización política y las estrategias nacionales frente a las disyuntivas que impone la globalización neoliberal.
Tal realidad impone un reto enorme para los procesos populares progresistas. En primer lugar, porque enfrentan la incultura y marginación acumulada de grandes segmentos de la población, los cuales tienen un peso específico importante en su base natural de apoyo. El simple objetivo de incitarlos a votar y enseñarlos a hacerlo, deviene entonces su primera tarea.
A ello se suma tener que desafiar a poderosas maquinarias entrenadas para la manipulación electoral, las cuales cuentan con grandes recursos económicos, el respaldo de los poderes fácticos, el control casi exclusivo de los principales medios de comunicación y el apoyo de Estados Unidos, que interviene de diversas maneras en los acontecimientos.
Estos grupos cuentan con técnicas muy sofisticadas de control social, que inciden de manera directa en las contiendas electorales. No debe ser casual que cuando compiten candidatos de izquierda –dígase El Salvador, Venezuela o Brasil– las encuestas siempre se equivocan: o inflan a candidatos contrarios que al perder dicen que hubo trampa, abriendo espacio a la desestabilización; o le achacan márgenes tan superiores a los de izquierda que, incluso al ganar con menos número de votos le resta impacto y sirve para escarceos en cuanto a la legitimidad de la victoria –lo cual sirve para impulsar acciones desestabilizadoras.
Actuar dentro del contexto electoral obliga a los movimientos sociales a convertirse en partidos políticos, involucrados constantemente en costosas campañas, que funcionan según las reglas establecidas por sus oponentes.
El precio de tal adaptación no es menor. Esta es la génesis de burocracias que a veces se distancian de las bases populares, así como el estableciendo de alianzas políticas comprometedoras, las cuales limitan el alcance de las propuestas y distorsionan el discurso transformador que sirve de sustento a la convocatoria popular, todo lo cual puede provocar la enajenación de sectores que se desmovilizan desilusionados o asumen posiciones de confrontación que, justificadas o no, a la larga resultan funcionales a la derecha.
La cuestión se complica aún más en el ejercicio de la práctica gubernamental. No solo por los problemas de ineficiencia estatal heredados de los anteriores gobiernos o la propia, resultante de la inexperiencia y los errores de los nuevos gobernantes, sino porque acceder al gobierno por este camino, no implica contar con el poder suficiente para satisfacer a plenitud las demandas de la población que representan.
La corrupción siempre aparece asociada a estos procesos. Es cierto que se trata de un fenómeno endémico de las estructuras políticas en todas partes y que, con todo lo que diga la propaganda, los gobiernos progresistas no son el peor ejemplo. Pero para la izquierda la corrupción es mucho más corrosiva que para sus oponentes, en tanto debilitan la unidad interna y su crédito moral frente a las masas, en definitiva su principal fortaleza política.
Todo esto nos sitúa en un escenario muy complejo y volátil, caracterizado por procesos electorales imperfectos, en la medida en que también reflejan inequidades sociales y problemas estructurales no resueltos. No obstante, desde mi punto de vista, lo más complicado no solo consiste en superar estos escollos e instrumentar las mejores políticas posibles, sino que mediante la participación popular estas contribuyan a transformar la cultura predominante.
Uno de los grandes méritos de Hugo Chávez fue lograr que el socialismo dejara de ser visto como una quimera –incluso una mala palabra–, para convertirse nuevamente en una aspiración capaz de movilizar a grandes masas latinoamericanas. Sin embargo, este objetivo socialista aún es doctrinalmente difuso y está falto de una cohesión ideológica que contrarreste valores neoliberales que tienen un fuerte arraigo en la cultura popular, exacerbando pretensiones consumistas que son parte del problema y no su solución, en la medida en que no son económica y ecológicamente sustentables.
Esto explica la lógica perversa de que cuando, como resultado de las políticas progresistas, disminuye la pobreza y aumenta la llamada clase media, desciende el atractivo de los proyectos sociales para la movilización de una parte de los sectores populares más beneficiados y la derecha alcanza un mayor nivel de convocatoria, mediante el aliento de sus aspiraciones individualistas.
La conclusión pudiera ser entonces que el futuro político de América Latina se decide en el avance de la cultura popular, tanto para ganar elecciones, como para identificar sus verdaderos intereses y respaldar a los gobiernos cuyas políticas respondan a las necesidades realmente fundamentales de la población en su conjunto. Un camino donde a largo plazo la izquierda tiene las de ganar, pero no sin estar resguardada de posibles derrotas políticas coyunturales y los tropiezos que siempre le impone la cultura dominante.
Quizás consciente de ello, no más conocido el resultado electoral que esta vez nadie pudo manipular, Evo Morales advirtió que la relación con Estados Unidos podía ser bienvenida en condiciones de respeto e igualdad, pero que de otra manera podía obviarse, porque no era indispensable para los intereses de su nación, sino todo lo contrario. Un consejo que parte de una cultura ancestral, donde el socialismo, concebido como el “buen vivir” de la colectividad y su respeto a la naturaleza, no resulta nada extraño.

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