Publicado 29 septiembre 2016
Toda construcción de un proyecto nacional popular se fundamenta en la creación de una identidad colectiva. Las individuales que componen un cuerpo social se reconocen en unas características comunes en torno a las que se unifican. Estos rasgos compartidos no sólo operan a lo interno sino también hacia el exterior. La identidad se forja tanto por lo que se es como por lo que no se es, entendido esto último como un antagonismo necesario: se es en la medida en que ese "ser" se opone a aquello que se caracteriza como un adversario. Cuando esa identidad adquiere capacidad de transformación social deviene en sujeto político.
Los proyectos nacionales populares latinoamericanos del siglo XXI fueron sumamente eficaces en la construcción de identidades colectivas que demostraron ser válidas para propiciar un cambio social. En la mayoría de experiencias, la identidad se constituyó como "pueblo" y su antagonismo necesario fue "oligarquía". Obviamente, no se partía de cero. El concepto de "pueblo" opera en la tradición política latinoamericana desde los tiempos de la independencia. El éxito de la construcción actual se debió a la incorporación de muy diversos sectores a esta categoría -piénsese, por ejemplo, en la extraordinaria heterogeneidad de un movimiento como el chavismo- y en la movilización organizada y constante de unas franjas sociales antaño pasivas, tan sólo reactivas a agravamientos de su situación a través de estallidos inconexos e incontrolados y, por tanto, sin potencialidad transformadora.
Al igual que ningún proceso de construcción política surge de la nada, tampoco llega nunca a una meta definitiva. Vive siempre en una tensión dinámica, tanto con su antagonista como consigo mismo. Pasa por momentos de avanzada y por etapas de reflujo. Y los sectores a partir de los cuales se constituye tampoco son inmutables. Unos varían, otros desaparecen y llegan nuevas incorporaciones.
Precisamente, los procesos progresistas latinoamericanos se encuentran en una ineluctable encrucijada debido al inevitable paso del tiempo. No es ningún secreto que están teniendo enormes dificultades para seducir a los jóvenes y sumarlos a la identidad colectiva mayoritaria construida en estos años. Dada la baja media de edad del subcontinente, se comprende la magnitud del problema. Cada mes, millones de jóvenes se incorporan a los censos electorales de sus respectivos países. A diferencia de la envejecida Europa, en Latinoamérica los jóvenes deciden elecciones.
Las características de esta juventud ya han sido reseñadas en otros artículos publicados en esta página web. Baste apuntar aquí, a modo de resumen, que se trata de una generación que ha normalizado derechos como la sanidad o la educación que para sus predecesores eran privilegios; posee un mayor grado de formación y de capacidad económica que sus progenitores y, por tanto, sus expectativas son mayores; no vivió los hitos fundacionales de los procesos de cambio, por lo que esos códigos simbólicos le son ajenos; vive en una permanente demanda de cambio que se acentúa con la actual crisis del capitalismo global...
Pero sería un error pensar que la desafección de los jóvenes es sólo hacia los gobiernos progresistas. Su desencanto es con la política en general, o más bien con "los políticos", a quienes ven incapaces de dar respuesta a sus demandas. Aunque puedan votar a la derecha, no lo hacen desde la seducción. Es un voto de castigo a los gobiernos en ejercicio y, como tal, de alta volatilidad. La derecha no puede reclamarlo como suyo. En el fondo, su desánimo sistémico los conduce de forma natural hacia la abstención.
Latinoamérica asiste al nacimiento de su Generación X. Con este nombre se denominó a la juventud europea y estadounidense de los años 90, caracterizada por una alta formación pero con unos trabajos precarios y mal pagados que la colocaba en unos niveles de vida inferiores a los de generaciones anteriores. Esta situación no supuso ninguna potencialidad transformadora. Todo lo contrario. Los jóvenes se alejaron de la política. La abstención se concentraba en la franja de edad más baja. El neoliberalismo reafirmó su hegemonía sobre esa base de desilusión. Partidos de izquierda y sindicatos, desnortados tras la caída del Muro, fueron incapaces de canalizar el desencanto.
La crisis de 1992-93, con niveles de desempleo que en el sur de Europa llegaron a superar el 20%, fue el punto álgido de la desconexión de los jóvenes. La burbuja financiera e inmobiliaria fue la respuesta del sistema. Su estallido, en 2007, ha conducido a una de las mayores debacles del capitalismo. La impronta de aquella Generación X se mantiene, esta vez en forma de ciclotimia electoral. Tan pronto se aúpa a partidos como Podemos o Syriza como se le retira el apoyo ante el primer traspiés. Mientras, la abstención sigue anidando entre la juventud.
Un panorama similar se cierne sobre Latinoamérica. Urge un reilusionamiento de la juventud. La derecha opera sobre la abulia. La izquierda no. Necesita crear esperanzas, abanderar las expectativas de cambio, visualizar que hay alternativas y a partir de ahí crear nuevas identidades colectivas desde la ampliación de la ya existente. Cualquier intento de confrontar en los terrenos en los que la derecha se encuentra cómoda está encaminado al fracaso. Una Generación X latinoamericana supondría un retroceso cuyos efectos se extenderían por varias décadas.
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