El mea culpa presidencial
La intervención del presidente Enrique Peña Nieto en el acto de promulgación de las leyes secundarias del Sistema Nacional Anticorrupción, durante el cual pidió perdón a los ciudadanos por el agravio y la indignación causados por la compra de la llamada Casa Blanca, constituye un gesto positivo en un gobierno que en lo que va de su gestión no se ha caracterizado precisamente por las manifestaciones de ese tipo. La declaración contrasta de manera notoria con las reacciones que desde el propio entorno presidencial surgieron a finales de 2014 –cuando la adquisición, el precio y las características del citado inmueble fueron públicamente conocidas–, en las cuales se mezclaban la negación, la minimización del hecho o simplemente el silencio.
En México, el tema de la corrupción va estrechamente ligado al de la ostentación, que en un país afectado por múltiples carencias e inaceptables indicadores de pobreza resulta doblemente ofensivo. De ahí que el costo de la que iba a ser vivienda presidencial, su aparatosa opulencia, resultaban difícilmente compatibles con la austeridad que debía evidenciar el jefe de una administración que en sus inicios había prometido atenuar las desigualdades y terminar con los privilegios. Por lo demás, que el Presidente asegure comprender y sentir la irritación de los mexicanos (claramente expresada en los comicios de junio pasado, donde su partido, el Revolucionario Institucional, obtuvo resultados mucho peores de los que esperaba) no sólo representa un saludable cambio respecto de las consideraciones que apenas hace tres meses formuló sobre el malhumor social, sino parece indicar que las autoridades están cobrando conciencia de que esa irritación existe y tiene sobrada razón.
Fue no sólo significativo, sino también apropiado, que las expresiones de Peña Nieto fueran vertidas junto con un paquete de leyes anticorrupción que urge poner en práctica. Cabe señalar que el momento actual marca apenas el inicio del largo –y probablemente escabroso– camino que será preciso recorrer para al menos reducir drásticamente, si no extirpar, la auténtica plaga social de la corrupción. Ésta ocupa un lugar preponderante en la escala de preocupaciones que agobian a la población, lo que explica que en el Indice de Percepción de Corrupción elaborado anualmente por Transparencia Internacional –organización dedicada a combatir ese fenómeno– el país haya recibido, en 2015, puntuación de 35 puntos sobre cien (donde cero es el punto más alto y cien el más bajo de la corrupción). De la eficacia de los nuevos instrumentos legales, y sobre todo de la voluntad y decisión para usarlos que muestren los organismos y los funcionarios encargados de su aplicación, dependerá el grado de éxito que se alcance en la lucha contra el dañino hábito.
El siguiente paso –y el más plausible– sería que la declaración del titular del Ejecutivo se viera fortalecida con medidas que le den continuidad, que la impulsen más allá de su carácter nominal y la hagan extensiva al conjunto de quienes integran las estructuras gubernamentales y las instancias públicas y privadas vinculadas con ellas.
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