El caso Iguala: la noche en que la serenidad devino en pesadilla
16:00 22/10/2014
Walter Ego
[...] Y, de Iguala, la enseña querida
a su espada sangrienta enlazada,
de laurel inmortal coronada,
formará de su fosa una cruz.
a su espada sangrienta enlazada,
de laurel inmortal coronada,
formará de su fosa una cruz.
Estrofa IX de la versión original del Himno Nacional mexicano
Si entonces el Ejército Trigarante sirvió de resguardo a los tres principios sobre los que se erigiría el gobierno naciente (Religión, Independencia y Unión), hoy corresponde al Estado hacer valer esos mismos fundamentos y restaurar la fe de una ciudadanía que duda comprensiblemente de su capacidad para gobernar y lograr la unión de las fuerzas que se enfrentan al crimen organizado, cimientos de una independencia a la fecha socavada pues el enemigo no es solo quien agrede al país desde fuera de sus fronteras sino también el que desde dentro, con acciones que perturban la paz ciudadana, violenta la institucionalidad y soberanía de la Nación.
Más que doler, y mucho, los hechos ocurridos el pasado 26 de septiembre en Iguala, aterran por sus circunstancias. Al sufrimiento por la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa y el asesinato de otras seis personas –dos normalistas, un futbolista adolescente y tres civiles–, se suma un horror mayor: la expectativa de impunidad con que obró la policía municipal, como si tuviera la turbadora certidumbre de que su actuar no sería penado.
Los hechos de Iguala van más allá del “debilitamiento institucional” en el estado señalado a destiempo por el presidente Enrique Peña Nieto. Desde diciembre del pasado año, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) había dado a conocer un informe sobre la presencia de grupos de autodefensas en diversas regiones de Guerrero, situación que explicita la insolvencia del gobierno estatal para proteger a la ciudadanía de los desafueros del crimen organizado. Lo sucedido en Iguala, y ello es lo que espanta, revela un extremo de degradación social en el que no se puede hablar de colusión entre autoridades y delincuencia organizada porque ambas comparten un mismo y perverso rostro.
Hacia ello apunta la detención el 9 de octubre en Cuernavaca, Morelos, de Salomón Pineda Villa, alias “El Molón”, presunto responsable del secuestro de los normalistas de Ayotzinapa en su condición de líder en Iguala del grupo criminal “Guerreros Unidos”, unido por lazos de sangre (parentales y puede que hasta criminales) a María de los Ángeles Pineda Villa, esposa del alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, mismos vínculos que comparte con Mario, alias “el MP” y Alberto, alias “el Borrado”, quienes según investigaciones de la Procuraduría General de la República (PGR) integraron, hasta que terminaron muertos, el cártel de los Beltrán Leyva.
Al respeto, Jesús Murillo Karam, procurador general de la República, aseguró que las investigaciones por lo sucedido en Iguala no solo incluyen al alcalde José Luis Abarca Velázquez, sino también a su esposa María de los Ángeles Pineda Villa, ambos en condición prófugos (al igual que el director de Seguridad Pública municipal, Felipe Flores Velázquez) y a toda la gente cercana a ellos.
“Estoy investigando absolutamente todo lo que sea necesario [...], y llegaremos hasta donde tengamos que llegar.”, dijo.
En igual sentido se pronunció Manlio Fabio Beltrones, coordinador de los diputados del PRI, para quien, además, “valdría la pena que todos pensemos en múltiples soluciones al respecto; pero éstas de ninguna manera pueden ser apartándonos de la línea fundamental del derecho, de la legalidad”.
La vehemencia oratoria de ambos funcionarios no alcanza a ocultar, sin embargo, una verdad desoladora: la impotencia del Estado frente al crimen organizado. Puede que México se mueva, como asegura Enrique Peña Nieto; lo que parece inamovible es esa torpe estrategia contra las organizaciones criminales centrada más en la mediática eliminación o captura de sus cabecillas que en remediar las taras sociales de las que se nutren y colapsar el entramado financiero que las sostienen.
En tanto ello no ocurra, la serenidad que propicia la noche apenas si será una reminiscencia etimológica del nombre aborigen de la ciudad de Iguala, y símbolos muertos aquella lejana terna de garantías que el gobierno naciente juró resguardar; en tanto ello no ocurra, los colores de la bandera nacida en Iguala, esos que la tradición popular asimila a la independencia (el verde), la religión (el blanco) y la unión (el rojo), o en lectura más cercana (y en igual orden) a la esperanza, la unidad y la sangre de los héroes, se verán vilmente degradados por la insolvencia de los gobiernos recientes al verde de los cultivos de drogas, al blanco de su pulverización química y al rojo de la sangre de las víctimas interminables de su tráfico y de su consumo.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
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