miércoles, 28 de marzo de 2018

(In)civilidad y ciudadanía
Carlos Martínez García
 
Los estragos del modelo político gobernante han dañado gravemente al entramado social del país. Décadas de una forma de concebir y practicar el poder tienen como saldo relaciones desventajosas para la ciudadanía pero, también, que algunos sectores de ésta se apropien de un modus operandi que vulnera la convivencia social. Lo que sucede cuando ciudadanos quebrantan cotidianamente los derechos de otros ciudadanos.
En México hemos tenido alternancia de gobiernos federales, estatales y municipales, aunque no cambios sustanciales de régimen que reconfiguraran el fondo y la forma de hacerse del poder y ejercerlo. Los vicios que originalmente pensábamos exclusivos del PRI, la realidad muestra que fueron bien asimilados por otras fuerzas políticas, las cuales dejan intocado el núcleo del corporativismo y las prebendas. No cabe duda que en tales terrenos los priístas, tanto los del antiguo PRI como los del pretendidamente nuevo que retornó a Los Pinos con Enrique Peña Nieto, se han ganado a pulso una magna cum laude negativa por la forma depredadora en que han mal gobernado al país.
La mencionada depredación de lo público, así como los efectos castigantes para la mayoría de la ciudadanía, tienen ahora en contra un ánimo social que aterroriza a la cúpula que prometió que todo sería diferente en su regreso al poder. No lo fue porque pudo más el gen priísta que desperdició la oportunidad de reconfigurarse. Hoy el mayor problema para José Antonio Meade, el candidato presidencial del PRI, tiene que ver con un lastre inocultable: la corrupción gubernamental que ha resultado en un hastío sin precedente en el país. El re­chazo se lo ganaron a pulso los nuevos priístas. Como en el caso de Ebenezer Scrooge, cada eslabón de la muy larga cadena lo forjaron con esmero y material inquebrantable.
La alternancia en gobiernos demostró que se fue el PRI, pero se quedaron sus mañas, que funcionarios federales, estatales o municipales siguieron reproduciendo muy bien. En los distintos partidos que llegaron a la administración pública se han dado sonados casos de corrupción, de manejo faccioso del poder, de tráfico de influencias, de corporativismo que se hace de clientelas sacando provecho de las necesidades de la gente.
La cuestión es que como la sociedad no es un conjunto de compartimentos estancos las formas corporativistas, sin miramientos por la legalidad y los derechos de otros, se han filtrado a espacios de la cotidianidad ciudadana. En algunos de estos espacios hay personas o conjunto de ellas que se han apropiado de lo que coloquialmente se conoce como el agandalle. Ya que la cultura de la legalidad en México ha tenido a sus principales adversarios en las cúpulas gobernantes, quienes no nada más la vulneran flagrantemente, sino que incumplen hacerla vigente para el conjunto de la ciudadanía en sus relaciones cotidianas, entonces uno de sus efectos nocivos es que se van conformando en partes del conjunto social prácticas transgresoras que descansan en la fuerza de quien pasa sobre la integridad y derechos del otro.
El tejido social del país está roto en muchas secciones. Para retejerlo es importante otro modelo de ejercicio del poder, distinto y que contraste con el que hemos tenido. Nuevas prácticas en la administración de lo público ayudarían a la tarea de crear perfiles democráticos en la ciudadanía. La ciudadanía democrática es aquella que informadamente vota y se preocupa por la res publica (la cosa pública), porque su rumbo y dirección repercute en todos. Pero también la ciudadanía democrática, además de vigilante de sus derechos, es respetuosa con la integridad y derechos de los otros, de quienes no se aprovecha para lograr beneficios particulares.
En México hay energía social para construir ampliamente personalidades democráticas en los ciudadanos y las ciudadanas. Pero no se logrará automáticamente por la llegada de un gobierno distinto al PRI y sus satélites. Si bien la reconstrucción del tejido social, o uno nuevo, puede favorecerse de la puesta en marcha de una política al servicio de la necesidades ciudadanas, esta posible política tiene que ir acompañada de un nuevo piso cultural. La transición, para que arraigue en las conciencias, tiene que ser cultural para que los espacios del agandalle sean cada vez menores. Lo asentó bien Carlos Monsiváis: Si el tránsito a la democracia no es también cultural, se corre siempre el riesgo de empezar de nuevo. No hagamos de nuestro horizonte uno cuya frustrante realidad sea la de Sísifo.
La reconstrucción de México tiene que ser integral. Transición política sin transición ciudadana puede devenir en corporativismo y patrimonialismo que instrumentaliza a los ciudadanos pero no les reconoce como actores imprescindibles en el hilvanamiento del nuevo tejido social que necesitamos. Es tiempo de imaginar al nuevo país. Sí, porque otro México es posible, con ciudadanía democrática y democratizante.

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