martes, 26 de abril de 2016

GIEI: el régimen desnudo
Pedro Miguel

Los integrantes del Grupo Internacional de Expertos Independientes fueron cuidadosos y prudentes en su lenguaje. En la presentación de su segundo informe sobre la investigación de los crímenes perpetrados el 26 y el 27 de septiembre de 2014 en Iguala –y los que siguen siendo cometidos día a día y hora tras hora desde entonces– omitieron expresiones como siembra, ocultación y destrucción de pruebas, fabricación de culpables, encubrimiento o colusión de funcionarios públicos.

Los expertos dejaron que los hechos hablaran por sí mismos en los dos tramos del episodio delictivo: el primero, que fue la agresión misma, la coordinación entre las fuerzas policiales y militares para perpetrar y/o facilitar los asesinatos y las desapariciones forzadas, la evidencia de que al menos uno de los estudiantes de Ayotzinapa sobrevivió varios días al ataque del 26, la participación de la Policía Federal en la desaparición del autobús Estrella Roja (el quinto autobús), el maltrato de los agentes gubernamentales a los sobrevivientes, el desdén ante los heridos y el conocimiento de los hechos casi en tiempo real por parte de las más altas instancias del gobierno; el segundo, la investigación de la PGR, empieza con las torturas a los inculpados para arrancarles confesiones a modo y sigue con una manifiesta siembra de pruebas en los alrededores del río San Juan el 28 de octubre, un día antes de que las diligencias oficiales comenzaran en ese sitio, donde los peritos de la procuraduría manipularon evidencias y pasearon a uno de los detenidos; posteriormente obstaculizaron el trabajo de los Especialistas Argentinos en Antropología Forense, impidiéndoles el acceso al río, con el presumible propósito de sembrar en una de las bolsas allí descubiertas un fragmento óseo de Alexander Mora Venancio –único de los 43 desaparecidos de quien se ha identificado un resto– procedente sabe Dios de dónde. Es decir, hay elementos adicionales para afirmar que la hoguera de Cocula no fue encendida por los Guerreros unidos, sino por los propios empleados de la PGR.

Durante 11 días el régimen de Enrique Peña Nieto se desentendió del caso y lo relegó al ámbito local a pesar de que para entonces ya había adquirido un impacto mundial. Pero en ese lapso, y hasta el 9 de febrero de 2015 –es decir, tres meses después de que Murillo Karam incinerara a los estudiantes normalistas en la hoguera de su imaginación–, el informe del GIEI reporta que los chips de los celulares de los muchachos siguieron dando esporádicas señales de vida. Fue el caso del teléfono de Jorge Aníbal Cruz Mendoza, quien envió un mensaje de texto a su madre pasada la una de la mañana del 27 de septiembre, hora a la que, según la PGR, ya estaba muerto. Su número volvió a activarse en repetidas ocasiones en diversos puntos de Iguala; uno de sus parientes recibió una llamada en la fecha referida y la familia pidió de inmediato que se localizara el aparato, pero no recibió respuesta de las autoridades. En la versión de la PGR, todos los celulares de los normalistas habían sido incinerados en Cocula junto con sus propietarios.

Luego vendrían la suplantación del quinto autobús y de su chofer, la detrucción o el ocultamiento de videos cruciales, la pérdida de prendas de los desaparecidos, la fabricación de un tramposo e insustancial tercer peritaje de fuego, justificatorio de la mentira histórica, y muchas otras maniobras para desviar o impedir el trabajo de los expertos extranjeros.

Lo que puede concluirse de los datos duros aportados por el GIEI la mañana del domingo pasado es que la agresión del 26 de septiembre fue un operativo conjunto y coordinado de fuerzas militares, policiales y delictivas en contra de civiles inermes, que los altos niveles del gobierno federal estuvieron al tanto y que desde entonces la PGR ha buscado delimitar la responsabilidad de lo sucedido únicamente a las instancias municipales de Iguala –incluyendo posteriormente a las de Cocula y Huitzuco– para encubrir complicidades estructurales de los tres niveles de gobierno con la delincuencia organizada y el narcotráfico.

No hay incapacidad, sino deliberado afán de impunidad; no puede concluirse otra cosa de la orden de dar por terminada la misión del GIEI en el país –después de una orquestada campaña de linchamiento mediático en su contra–, a pesar del enorme costo político que esa medida le acarrea al régimen: ahora es claro que el peñato ya no está dispuesto a seguir simulando interés por el esclarecimiento del crimen perpetrado en Iguala.

Pero es demasiado tarde: el trabajo de los expertos internacionales, metódico, riguroso y comprometido, ha desnudado de manera irremediable al gobierno. A la sociedad mexicana le toca hacer lo que falta.

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