Probablemente, la primera vez que oí mencionar a Chernóbil, fue uno o dos días después de ese fatídico 26 de abril de 1986, durante un vuelo de Moscú y nada más y nada menos que a Kiev, una de las ciudades más cercanas a la tragedia.
Mi juventud y la poca información inicial no me permitían valorar la magnitud del desastre al que le pasaba tan de cerca.
Ese día Chernóbil entró en la historia por originarse allí el mayor accidente nuclear jamás sucedido, causando altos niveles de radioactividad en miles de kilómetros a la redonda y afectando directa o indirectamente a toda la población de la zona.
Por suerte, la radiación no parece haber dejado huellas en mí, (apenas estuve cuatro días en la hermosa capital ucraniana) pero sí en cientos de miles de personas que aún hoy sufren sus consecuencias.
Los más pequeños han sido los más vulnerables, incluso los que nacieron décadas después. A unos 25 mil de esos niños —de Chernóbil y más allá— pequeños ucranianos, rusos y bielorrusos, Cuba los acogió durante más de dos décadas.
La isla fue el primer país que ofreció su mano a las víctimas de la tragedia. El 29 de marzo de 1990, aterrizó en La Habana el primer avión con un grupo de pequeños, que fueron recibidos personalmente por el entonces presidente, Fidel Castro.
El proyecto solidario, financiado por Cuba durante los años de mayor crisis económica, fue considerado como una especie de retribución por las décadas de ayuda recibida desde la Unión Soviética.
Aunque desapareció la URSS, continuaron llegando niños a la playa de Tarará, a 20 kilómetros de La Habana, otrora campamento de recreo de los pioneros cubanos y adaptado como balneario-hospital para las víctimas del accidente nuclear.
Allí recibían atención especializada para distintas enfermedades, entre ellas leucemia y otros tipos de cáncer, atrofia muscular, trastornos psicológicos, neurológicos y alopecia.
La mayoría salvaron la vida, se curaron o al menos mejoraron sus condiciones físicas y mentales, no solo por los medicamentos y tratamientos, sino por el propio ambiente de sol y playa, que formaba parte de la terapia.
Allí conocí a la pequeña Ania. Tenía 9 años y soñaba con ser actriz. Las lágrimas se le salían cada vez que se miraba en el espejo y notaba cómo había perdido el pelo, debido a su afección.
La última vez que la vi tenía un color sonrosado subido de tono y me mostró orgullosa sus motonetas, adornadas con grandes cintas azules como sus ojos.
Han pasado 30 años de la tragedia y por lo menos 20 sin saber de Ania. Pero quiero imaginarla triunfando en los escenarios, con una larga cabellera rubia. Y no pierdo la esperanza de encontrarla un día en la gran pantalla.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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