sábado, 25 de mayo de 2013

Los Gansos del Capitolio

Uncategorized 25 de mayo de 2013

Oche


Es una leyenda de la Roma antigua, de la Roma virtuosa, republicana, y en mi tiempo la estudié en la secundaria en la clase de historia.
Está relacionada con el asedio que Roma sufrió por los Galos, pueblo bárbaro (hay que aclarar que por los Romanos todos los pueblos, excepto ellos, eran barbaros) que vivía en el norte, en los lugares que ahora se llaman Francia, más o menos alrededor del año 390 aC .La historia, así como se relata, tiene lugar en el Capitolio, alrededor del templo de Juno, donde los romanos sitiados habían refugiados y donde vivían unos gansos consagrados a la diosa.
Después de unos días, los romanos empezaron a pasar hambre por lo que fueron fuertemente tentados de matar a los gansos que vagaban libremente en el Capitolio, pero no tuvieron el valor, por miedo a contrariar a la diosa.
Y bien hicieron en este propósito pues una noche, los Galos, intentando un ataque contra la fortaleza del Capitolio, ya estaban escalando las paredes cuando los gansos, con sus aleteos, despertaron la centinela, Marco Manlio desde entonces apodado Capitolio, que con los soldados romanos luchando con gran energía logró repeler a los Galos y liberar el Capitolio y Roma.
Y ahora aquí, pero no quisiera aburrir a mis siete amigos lectores, se asentaría otra leyenda que nos cuenta que en realidad los Galos aceptando de marcharse pidieron un tributo de mil libras de oro. En el momento de pesarlas, los romanos se dieron cuenta que las balanzas estaban desajustadas y, aún más, Brenno el jefe de los Galos, juntó a la balanza su pesada espada pronunciando la desde entonces famosa frase: «Vae victis!» («¡Ay de los vencidos!»).
Pero, y la historia sigue narrando, llegó el comandante romano Marcus Furius Camillus que enseñando a Brenno su espada le gritó: «Non auro, sed ferro, recuperanda est patria» («No con del oro sino con el fierro, hay que rescatar la patria»).
Los hechos fueron narrados por el historiador Tito Livio, pero eso no nos garantiza nada de la veracidad.
Ya sabemos cómo la historia, y los historiadores, ahora los llamaríamos periodistas, relatan los hechos: según la enfoque de los vencedores o, igual, de los que mandan.
Esta la historia o, según les guste, la leyenda; pero desde entonces los gansos del Capitolio se convirtieron en un símbolo de la necesidad que alguien, persona o institución, se haga despertador, alertador de conciencias, defensor de los principios más sagrados de la libertad y de la independencia individual contra cualquier enemigo.
Eterna vigilancia es el precio de la libertad.
Thomas Jefferson
Pero en un mundo siempre más masificado, hedonista, apagado en su efímeras certezas de redistribuido bienestar, ¿quién o quiénes son, o deberían ser, los despertadores de las conciencias, los gansos capitolinos de nuestra civilización?
El panorama es desolador.
En tiempos recientes, ya después de la segunda guerra mundial, fue Winston Churchill quien asignó a la prensa la función de perro guardián de la democracia, de la libertad.
Habían cambiado los tiempos: el enemigo más peligroso, el asedio más solapado a la libertad, ya no se encontraba afuera de las fronteras nacionales, sino propio adentro de las instituciones, del estado.
Aumentando sin límite su tamaño y su poder, impregnando toda la vida social, seguía aplastando autonomía y libertad del individuo.
Pues democracia es un término, una forma de organización social, que formalmente atribuye la titularidad del poder al pueblo, a la sociedad, mientras en realidad es una gestión del poder tomada por los políticos de profesión, es decir por los que han hecho de su vida el negocio del poder.
Faltan -no hay más o están sujetos, comprados de una forma o de la otra por el poder- los que un tiempo se llamaban las elites intelectuales, los forjadores de palabras y de conciencias: artistas, pensadores, escritores, periodistas que tenían el valor y la capacidad de guiar, o mejor enseñar el camino y los peligros conectados, a un pueblo, a una humanidad a veces sorda, a veces desconfiada, a veces desanimada, desalentada.
Por un tiempo hemos creído que la modernización económica y social nos habría llevado a la liberación de todos vínculos y sujeciones: creíamos que también la religión era un vínculo desagradable.
Los laicistas modernizadores saludaban el hecho de que la ciencia, el racionalismo y el pragmatismo estaban eliminando las supersticiones, mitos, irracionalidades y rituales en que reducían religión y fe. La sociedad naciente habría sido tolerante, racional, pragmática, progresista, humanista y laica.
Muy pocos, tachados despectivamente de conservadores, nos advertían de las nefastas consecuencias de la desaparición de la fe religiosa religiosas y de la guía moral que la religión proporcionaba para la conducta humana individual y colectiva.
El resultado final lo estamos viendo.
«Si no quieres tener Dios (y Él es un Dios celoso)», decía T.S. Eliot, «tendrás que rendir homenaje a Hitler o Stalin. (u a Chavez)» cursiva adjunta.
Este es mi tímido, humilde, esperanzado aleteo.
Mis escritos tienen muchos padres en el sentido que salen de mis lecturas, de libros y ensayos de muchos autores, así que, a veces, me parece que mis pensamientos sean hijos de nadie, sólo míos.
Es una hybris, un orgullo que, afortunadamente, mi modestia natural y mis evidentes y reconocidos límites pronto ahuyentan.

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