jueves, 30 de abril de 2015

¿Por qué Argentina y no México?
Vilma Fuentes
 
No me sorprendió leer en La Jornada que Buenos Aires es la ciudad con el mayor número de librerías en el mundo. Más que París, Londres u otras capitales de Europa o metrópolis como Nueva York.
No me sorprendió porque en París se habla más de librerías que desaparecen, o emigran a los suburbios en busca de espacios menos caros que de su creación. Incluso la gran tienda de Virgin Megastore (concurrente directa de FNAC), la cual estaba situada en Champs-Elysées, cerró hace algunos meses por problemas financieros. Y si la cadena de tiendas de FNAC subsiste es más bien gracias a la venta de productos electrónicos. La muy famosa librería Le Divan dejó su sede en el centro de Saint-Germain-des-Près –junto a la iglesia del mismo nombre, a unos pasos del célebre café Deux Magots–, a una boutique de Christian Dior, para emigrar al fondo del barrio XV.
La Hune, verdadero centro de la vida literaria, lugar de encuentro con escritores e intelectuales, situada entre el Deux Magots y el Café de Flore, se sostiene porque pertenece al poderoso grupo editorial Flammarion, ahora parte de Gallimard. Ya no se diga las pequeñas librerías de barrio, las cuales desaparecen por falta de recursos. Le Dédale, la más próxima a mi casa, desapareció hace unas semanas sin siquiera tener la oportunidad de emigrar.
Los especialistas atribuyen los motivos de estas desapariciones al libro electrónico y su pirateo a través de Internet, pero también a la televisión (la cual ha ido reduciendo también las salas de cine) y a un número creciente, sobre todo entre las nuevas generaciones, de gente por completo desapegada a la lectura. A todo esto, se aúna la queja de muchos dueños y empleados de librerías: la aplastante llegada de cajas y cajas, cartones y cartones, de libros. Sus locales carecen del espacio para exhibirlos todos. Obligados a hacer una selección, según sus propios criterios o el de la crítica que aparece en la prensa escrita, los autores invitados a programas de televisión o estaciones de radio, sus horarios se alargan al caer la noche pues deben desempacar y empacar, preparar estantes y devoluciones.
El placer de la plática del librero con un lector es ya pura nostalgia. Los viejos libreros, que hacían de su tienda un lugar de tertulia literaria, forman ahora parte de una arqueología, semejantes a los desaparecidos dinosaurios o tiranosaurios.
Lo que sí me sorprende es que sea Buenos Aires, y no la ciudad de México, la poseedora del mayor número de librerías. Con sus casi 9 millones de habitantes, según el censo de 1910, con sus campañas constantes de promoción de la lectura, con la existencia de una casi Secretaría de Cultura como el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y, sobre todo, con las inmigraciones sucesivas de la crema y nata de intelectuales de varios países, a causa de regímenes dictatoriales o simplemente por gusto, México debería encontrarse a la cabeza de los otros países y ciudades del continente. ¿No llegaron a México, cuando se dio asilo a los republicanos españoles, Gaos, Nicol, Xirau o Diez-Canedo, sin duda el mejor editor que ha tenido nuestro país? El catálogo de Mortiz es la mejor prueba. Se vio obligado a ir vendiendo las acciones de la editorial a la estranguladora firma española, vendida ella misma ahora a Alemania, de Planeta. No hubo apoyo bancario ni del Estado para conservar Mortiz como una editorial mexicana.
Antecedidos por los inmigrados de Líbano y otros, seguirían a los de España los de América Central, Monterroso o Navarrete, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos.
No se hable de quienes se instalaron en México por su voluntad como Álvaro Mutis o Gabriel García Márquez, quien envió el manuscrito de Cien años de soledad desde México a Argentina.
Como para preguntarse de qué sirve la actual promoción de la lectura y si Conaculta no debería revisar su política y sus acciones, tan lejos de la idea original de Octavio Paz de un tal organismo: ¿no me aconsejó publicar en Argentina?

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