Rolando Cordera Campos
Por casi 40 años la
economía mexicana ha crecido lentamente, por debajo de las necesidades
básicas de una sociedad que, a su vez, ha crecido con rapidez y
registrado importantes cambios demográficos hacia una maduración de sus
estructuras fundamentales. Parte de este proceso se observa en la
dinámica decreciente del crecimiento poblacional, así como en la
composición actual de su morfología etaria.
No menos importante ha sido y es la tasa de urbanización y
metropolización que nos hace habitantes de grandes conjuntos
sociológicos, demográficos y emocionales. Hemos cambiado, en gran medida
para bien, por obra y gracia de nuestras propias virtudes y defectos
como comunidad humana. Desde luego, como sociedad nos hemos vuelto más
jóvenes y el Estado enfrenta nuevas demandas y necesidades derivadas de
estas mudanzas que empiezan por ser epidemiológicas: nuevas enfermedades
y dolencias; nuevas carencias y ausencias.No ha ocurrido así con nuestros órdenes productivo y distributivo. Es cierto que la capacidad instalada para producir bienes es mayor que la que teníamos hace cuatro décadas, tanto en los sectores primordiales como los alimentos o las materias primas como el petróleo, como en aquellas ramas donde se forjan y funden el progreso y la modernidad. Ahora exportamos automóviles, televisores, computadoras y otros artefactos, en tanto que nuestras instalaciones para producir acero, cemento, vidrio y plásticos son grandes.
Lo que sigue estancada es la capacidad de la economía para generar empleos suficientes y satisfactorios en calidad, remuneraciones y seguridad. Más de la mitad de los trabajadores en México labora en condiciones de informalidad, sin acceso a la seguridad social y sin garantías de contar con atención adecuada en la medicina pública. Centenares de miles de niños y jóvenes son obesos malnutridos, candidatos a diabetes precoz, y además no pocos siguen desertando de la escuela en edades y niveles tempranos.
Hablamos de cantidades ingentes de población vulnerable o carente que nos hacen impresentables. Nuestras cuotas de pobreza y vulnerabilidad expresan carencias y deficiencias, pero, también, un marco institucional del todo ajeno a cualquier idea de justicia social y protección de los derechos fundamentales, convertidos en la columna vertebral de los mandatos constitucionales desde 2011.
Somos una república irregular, donde impera la ley de la selva o, de
plano, la anomia galopante que azota a regiones y corroe a comunidades.
Las producciones y productividades de que la economía hace gala
encuentran su más férreo mentís en una desigualdad aguda y una
concentración de ingresos, riqueza y oportunidades que no guarda
correspondencia alguna con los mandatos constitucionales, menos con
retóricas que hablan de primero los pobres o de garantizar el bien común
por la vía de la democracia.
Que México sea un país anormal e informal, en aspectos esenciales de
la vida pública o privada, no exime a la sociedad y sus organizaciones y
representaciones de un necesario ajuste de cuentas con sus discursos
dominantes. Pero para ello hay que rechazar formas comunicativas como
las estridencias circuladas recientemente por unas cifras de empleo mal
manejadas y peor difundidas.
No hay tal desplome del empleo, pero sí una reducción preocupante en
la creación de empleo formal. No hay guerra civil en torno a ello sino
la obligación de ofrecer explicaciones racionales y correctivos
coherentes.
En tanto el subempleo, el mal empleo y la precariedad sigan
definiendo la existencia triste y desesperada de las masas laborantes y
lleven a miles de jóvenes a transitar por las peores opciones de vida,
mal haremos en que nuestros debates sobre la economía política nacional y
la política económica y social no partan de claras y contundentes
evidencias y razonamientos. Para empezar, de rechazar mistificaciones y
autoengaños.
Uno fundamental: querer entender por normal lo que es grotesco. Otro:
suponer que con negar la realidad la superamos y creamos otra
circunstancia. Ahí empieza la mitomanía y la cosa se pone grave.
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