a Saudí para poder mantener a ese país como aliado estratégico en su lucha por la hegemonía en Oriente Medio.
Todo empezó a mediados de abril cuando el diario The New York Times hizo pública una advertencia muy seria del reino saudí dirigida a Washington, tanto a la Casa Blanca como al Capitolio.
El ministro saudí de Asuntos Exteriores, Adel al Jubeir, fue el encargado de transmitir personalmente el mensaje del reino durante un viaje a la capital estadounidense que hizo en marzo. El diplomático les vino a decir a la Administración Obama y a ciertos miembros del Congreso que Arabia Saudí estaba dispuesta a vender sus 750.000 millones de euros en bonos del Estado y en acciones de empresas de EEUU si el Parlamento finalmente aprueba una ley que permitiría acusar ante los tribunales al Gobierno de Riad de haber sido responsable de apoyar los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. El argumento de Al Jubeir se basaba en que toda esa enorme suma de dinero podría peligrar si los tribunales federales norteamericanos deciden congelar esos bienes saudíes ante un hipotético pleito judicial propiciado por las víctimas de los ataques.
La amenaza, que supone un paso más en el deterioro de las relaciones entre ambos estados, no era más que un farol dentro de una arriesgada y dilatada partida de póker. La venta de todos esos activos sería para los saudíes bastante difícil de llevar a la práctica —se necesitarían muchos compradores— e incluso podría acabar paralizando su propia economía. Algunos economistas incluso sugieren que esa oferta desencadenaría un terremoto en los mercados financieros a escala global por el que los saudíes tendrían que responder como culpables. Por no hablar de los efectos desestabilizadores que podría tener para el dólar. Las consecuencias serían indeseables.
Arabia Saudí explicó oficialmente que esa ley erosionaría la confianza de los inversores en EEUU, no sólo la de los saudíes, sino también la de todo el mundo. En definitiva, reconoció que sí fue un aviso, pero no una amenaza. Cuestión de matices.
Sin embargo, el envite funcionó. Por esa razón Barack Obama se opone con tanta firmeza a esta ley que ya se está tramitando en el Senado (Cámara alta). El presidente alega razones económicas. Insiste en que si se debilita la inmunidad soberana de los estados, se corre el riesgo de que el Gobierno norteamericano, sus ciudadanos y sus empresas se enfrenten a similares acciones punibles en el extranjero. Para el secretario de Estado John Kerry, esa norma "expondría a los Estados Unidos de América a demandas judiciales", y "crearía un terrible precedente".
Pero el trasfondo no es económico, sino político, porque el proyecto está muy focalizado en Arabia Saudí y su discutible papel en el 11-S. Es evidente que la Casa Blanca está claudicando en este asunto para no enfadar más a su amigo árabe, muy molesto ya por el levantamiento de las sanciones internacionales a Irán, su enemigo regional.
La Administración Obama está haciendo tanta presión en contra de esta iniciativa legislativa que está provocando hasta la furia dentro de casa. "Es increíble pensar que nuestro gobierno apoyaría a los saudíes sobre sus propios ciudadanos", declaró a The New York Times Mindy Kleinberg, quien perdió a su marido en una de las Torres Gemelas y forma parte del grupo de familias que promueve esa ley.
El mismo Obama estuvo en Riad el pasado 20 de abril y se reunió con el presidente Salmán. Al parecer el espinoso asunto de los ataques del 11-S no fue abordado, pero flotaba en el ambiente. El encuentro de dos horas a puerta cerrada sirvió, según la prensa estadounidense y británica, para subrayar la "desconfianza mutua" así como las "profundas diferencias" sobre Irán, derechos humanos y la forma de combatir el terrorismo.
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El Rey saudí privó a Obama de una bienvenida
Las autoridades de Arabia Saudí rechazan por activa y por pasiva que hayan estado implicadas de ninguna forma en la conspiración que atacó Nueva York y Washington de forma sincronizada, a pesar del hecho constatado de que 15 de los 19 terroristas eran saudíes. También es cierto que la comisión estadounidense que investigó el 11-S no encontró "pruebas de que el Gobierno saudí como institución o que altos cargos saudíes hayan financiado individualmente la organización [Al Qaeda]".
No obstante, las palabras empleadas por los investigadores no cierran la puerta a la posibilidad de que funcionarios saudíes pudieran haber jugado algún papel determinante. Las sospechas han persistido porque parte de un documento del Congreso elaborado en 2002 relata que funcionarios saudíes que vivían entonces en EEUU echaron una mano a los terroristas. Esas conclusiones están contenidas en 28 páginas que siguen clasificadas como secretas. El ex senador demócrata Bob Graham, que ha leído todo el informe, asegura que esas páginas confidenciales apuntan a una conexión a alto nivel entre los secuestradores y el Gobierno de Arabia Saudí. Obama quiere hacerlas públicas, pero la CIA se opone a ello, alegando que los datos no son concluyentes y serían una acusación "injusta". Muchos familiares de víctimas del macroatentado afirman que 15 años son muchos para seguir haciendo suposiciones y que ese "secreto" les corroe a diario.
El controvertido proyecto de ley es una anomalía en un Congreso fracturado por las luchas partidistas justo en este año electoral. La moción está patrocinada por un senador republicano de Texas y por otro demócrata de Nueva York, es decir, dos antagonistas sobre el papel. ¿Cómo es posible que un tema tan sensible como el 11-S y Arabia Saudí haya concitado el consenso de políticos aparentemente antagonistas, tanto liberales como conservadores? El politólogo Augusto Zamora tiene una explicación muy convincente para eso. "En EEUU, mutatis mutandis, el viejo sistema bipartidista hace aguas", asegura este profesor de Relaciones Internacionales quien está a punto de publicar su último libro: "Política y Geopolítica para escépticos, insumisos e irreverentes". Eso aclararía también el fenómeno sociológico transversal que tan bien ha sabido capitalizar el candidato Donald Trump en su carrera hacia la Casa Blanca.
"Después de 14 años de fracaso en política internacional y la paranoia permanente, hay un sector de congresistas y senadores estadounidenses que buscan abrir brechas para nuevas batallas. Ellos cerraron el capítulo de Irán con el acuerdo nuclear, un hecho de magnitud global", asegura Augusto Zamora.
"El acuerdo nuclear fue como darle una vuelta al calcetín porque Irán fue durante 40 años para Estados Unidos el eje del mal en Oriente Medio y su nuevo estatus ya ha sido bendecido por el Consejo de Seguridad Nacional de EEUU y la OTAN. Ahora las empresas europeas compiten por entrar en el mercado iraní".
Pero todavía hay ajuste de cuentas. Zamora recuerda la sentencia del 20 de abril del Tribunal Supremo de EEUU que autoriza a destinar 2.000 millones de dólares congelados a Teherán para indemnizar a los familiares de los 241 marines muertos en 1983 en un ataque en Beirut, pues considera que el atentado terrorista fue orquestado por los iraníes y el grupo libanés Hizbulá.
"Estados Unidos no puede vivir sin enemigos. Es una cuestión psicológica. Ahora sólo les queda Rusia y China porque Cuba también es un capítulo cerrado", considera Augusto Zamora para quien "son Turquía y Arabia Saudí los que mantienen encendido el fuego de Oriente Medio".
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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