Dónde perdimos la brújula
Raúl Zibechi
Los asesinatos de la
brasileña Marielle Franco (marzo de 2018) y de la hondureña Berta
Cáceres (marzo de 2016) fueron crímenes políticos, algo en lo que
coinciden movimientos, partidos de izquierda e intelectuales
progresistas. Ambas eran mujeres de abajo y del color de la tierra,
feministas que resistían el patriarcado y el capitalismo. Con toda razón
se achacaron sus crímenes a la alianza entre empresas multinacionales,
gobiernos y milicias paramilitares, que en cada país adquiere formas
distintas pero siempre favorecen al 1 por ciento más poderoso.
La vida del campesino náhuatl Samir Flores tenía muchas similitudes
con las de Berta y Marielle: nació abajo y resistió el capitalismo
neoliberal que en su tierra (Amilcingo, Morelos) se concreta en grandes
obras de infraestructura, igual que en Honduras, donde Berta resistió un
proyecto hidroeléctrico para el
desarrollodel país. Tres personas que vivieron y murieron de pie, defendiendo la dignidad de sus pueblos convertidos en obstáculo para la acumulación de capital.
Siendo los contextos de los crímenes tan similares, debe entenderse
porqué académicos y profesionales que se dicen progresistas, establecen
diferencias y exigen no politizar el asesinato de Samir, al que
consideran además una cuestión policial. Tres crímenes de Estado, como
los de Ayotzinapa, de los cuales siempre hemos responsabilizado a los
gobiernos en turno.
Lo único que justificaría un tratamiento diferente es que en Brasil y
Honduras se trata de gobiernos de derecha, acusados de complicidad con
los crímenes, mientras en México el discurso progresista del actual
gobierno (que no sus acciones), lo exculparían de cualquier
responsabilidad. A mi modo de ver, estamos ante un argumento mezquino y
pobre.
Es evidente que los discursos y las palabras no pueden modificar los
hechos y, sobre todo, no tiene sentido aplicar raseros diferentes a
situaciones similares. Si Ayotzinapa fue responsabilidad del gobierno de
Peña Nieto, si Marielle y Berta fueron responsabilidad de sus
respectivos gobiernos, no hay modo de eludir la responsabilidad del
asesinato de Samir.
Por ese camino se llega a una extravío de difícil retorno, lindero
con la aberración. El mayor desatino de las izquierdas del continente se
llama, por ahora, Nicaragua. Daniel Ortega no pierde oportunidad de
mentar su supuesto
antimperialismo, mientras su gobierno, según reciente informe de Amnistía Internacional, sigue instaurando
un ambiente de terror, donde cualquier intento por ejercer la libertad de expresión y el derecho a reunión pacífica es castigado con represión(https://bit.ly/2GyYFvy).
La comandante sandinista Mónica Baltodano denuncia las penosas
condiciones carcelarias de los presos, enfermos por el consumo de aguas
putrefactas y condiciones sanitarias lamentables. Según Baltodano, nunca
hubo tal cantidad de presos en Nicaragua, que sufren peores condiciones
que los presos de Somoza como lo fue ella misma (https://bit.ly/2IgjVqC).
En Nicaragua se tortura a los detenidos con los métodos salvajes de las dictaduras (https://bit.ly/2wCEJmQ).
Pero buena parte de la izquierda sigue apoyando al régimen neosomocista
de Ortega, incluyendo algunos intelectuales. En este periodo incierto
de decadencia imperial y de las izquierdas, las palabras no valen nada
o, parafraseando al poeta, ciertas voces valen menos,
mucho menos que el orín de los perros.
Se ha convertido en norma que las palabras enmascaren realidades que se pretenden ocultar, porque resulta incómodo aceptarlas.
El progresismo es, en primer lugar, una construcción discursiva.
Solamente discursiva porque no produce cambios estructurales. La clave
de cualquier transformación verdadera no es otra que el poder popular,
las decisiones que emanan de los de abajo, no las políticas de arriba,
por más
revolucionariasque se digan. Este punto es tan decisivo, que podría incluso definirse revolución no por la toma del poder, sino por la organización masiva de los de abajo, del modo que decidan.
En segundo lugar, el centro del conflicto del progresismo es contra
los pueblos y no contra el capital y las derechas, como pretenden los
intelectuales progres. Este punto es nodal y es el que permite
establecer diferencias entre los progresismos (acomodados a la relación
de fuerzas heredadas y limitados a gestionar lo existente) y otros
procesos que, mal que bien, pretenden superar el estado actual de las
cosas.
Los enemigos que ataca el progresismo, son el pueblo mapuche (al que
se le aplicó la ley antiterrorista), los movimientos de junio de 2013 en
Brasil, y los pueblos originarios, en general y ahora los de México en
particular, entre los más evidentes.
La brújula que se perdió es la ética. Que no se recupera con
discursos sino escuchando a los pueblos, aceptando sus decisiones
colectivas que, nunca en cinco siglos, pudieron ser encajonadas en
envases institucionales. Lo demás es verborrea hueca que sólo pretende
amparar a los de arriba ninguneando a los pueblos.
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