DE LA VIDA COTIDIANA: ¡Niñadas…!
Escrito por
Alina M. Lotti / CubaSí
Los niños son los seres más especiales, ingeniosos y maravillosos que existen. ¿Alguien lo duda?
Francamente, sin ellos la existencia humana sería bien aburrida. Aquí
les dejo unas viñetas, algunas presencié y no he podido olvidar pese a
los años. Un pequeño detalle a propósito del Día Internacional de la
Infancia.
Los piojos de Manolito
Manolito tendría unos cuatro o cinco años. Una mañana, al llegar al
círculo infantil, la mamá se quedó sorprendida cuando la “seño” le dijo:
“el niño no puede entrar, ¿usted no se ha fijado que tiene piojos?”.
Ella quedó sorprendida, pero para él la noticia fue una fiesta.
Ya no habría trabajo para su mamá, ni círculo para él. De regreso,
mientras conversaban ella le explicaba que los piojos eran “bichitos
feos” que saltaban de una cabecita a otra, por lo que era necesario
extremar las medidas de higiene y no había por qué estar contándole a la
gente lo sucedido.
El niño la escuchó con atención y un rato después al llegar a la
barbería, luego de una extensa cola, cuando el barbero lo cargó para
sentarlo en el sillón —por suerte, era el último— lo primero que
Manolito gritó a viva voz fue: “Yo tengo piojos”. El barbero,
acostumbrado a ese tipo de “fenómeno”, no se alarmó. Le respondió que
era algo común y que muchos pequeños llegaban así.
Lo sucedido era, sin dudas, algo grandioso. Y por si fuera poco,
cuando llegaron a la parada de la guagua se encontraron a una “seño” del
círculo. El niño salió corriendo a su encuentro, la abrazó como
acostumbraba a hacerlo, y otra vez gritó: “Yo tengo piojos”. La mamá no
sabía qué hacer. El acontecimiento del día fueron los piojos de
Manolito.
“Pórtate bien, no vayas a pedir ni agua”
Ana andaba con su pequeño para todas partes. Rey era un niño
intranquilo. Si iban a un restaurante, la comida no le llamaba la
atención, le encantaba arrastrarse por debajo de las mesas, halar los
manteles. En fin, era un remolino.
La “actuación” era otra si visitaban a una vecina. Entonces el lugar
predilecto era pasar por debajo de las camas y revisar las gavetas era
toda una diversión. Cuando se hacía silencio, ¡había que correr! Estaba
acabando.
Una tarde noche fueron a ver a una doctora que les había citado en su
casa. Durante el trayecto, Ana le dijo, previniendo lo que podía
suceder: “¡Rey, pórtate bien, no vayas a pedir ni agua!”. Era solo una
advertencia.
Hicieron la visita, la doctora lo consultó y Rey no se movió de la
silla. La madre imaginó que todo estaba bien. Sin embargo, después de
abandonar la casa, el niño miró a la madre y afirmó con cierta angustia:
“Mamá tengo sed”.
Ella lo miró sorprendida, con el regaño a flor de labios. Entonces le
preguntó: “Hijo, ¿por qué no pediste agua?” “Mami —le reveló— recuerda
que me dijiste que no pidiera ni agua”. Ana sintió vergüenza. El niño
prefirió pasar sed antes de incumplir la promesa de que se iba a portar
bien.
“Baño nocturno” con dos huevos
Dos amigas hablaban y hablaban. La conversación telefónica parecía
interminable. De fondo, se escuchaba la voz de la pequeña Paola,
cantaba, regañaba a “Juancito”, uno de sus bebés preferidos. Las dos
adultas se contaban las alegrías y pesares de la vida.
En el diálogo Paola era un tema clave. La madre exaltaba sus
cualidades; el desprendimiento con los juguetes, los sentimientos que
siente hacia los amiguitos. Al fin y al cabo, una madre “enamorada” de
su hija es lo más normal del mundo.
Pero entre frases y palabras, historias y anécdotas, el tiempo
transcurría, sin que ellas pudieran percatarse de lo tarde que era. “Son
las once de la noche”, dijo una, mientras Paola interrumpía la
conversación con una frase habitual en los pequeños: “Mamá, tengo
hambre”.
La amiga le dijo a la joven mamá: “Atiende a Paola, sírvele un vasito
de jugo, de yogurt”. A lo cual ella razonó: “¡Noooo, nada de eso, ahora
voy a hacer merenguitos, es lo que ella quiere!”.
“¿A esta hora?” — trató de razonar la amiga.
Y entre uno y otro argumento, se escuchó: “¡Paola!, ¿qué hiciste?”
“¡Merenguitos, mami, merenguitos!” —balbuceó la pequeña.
Pues nada grave, solo había roto un par de huevos y se los había
echado encima, una especie de baño nocturno. Al final la interlocutora
no supo en qué terminó la historia. Apenas sintió el fuerte estruendo de
un auricular colgado con rapidez.
"Chechenia, cho che chamo de choachón" (Yesenia, yo te amo de corazón)
Yesenia es hoy una adolescente, pero la anécdota se remonta a un
tiempo atrás, cuando ella tendría unos seis años y ya había iniciado la
escuela primaria.
Pues resulta que un niño del aula se enamoró de la linda Yesenia.
Pero todo lo pronunciaba con el sonido de la unión de las letras C y H
(en la actualidad la CH está excluida del abecedario, ya que en realidad
no son letras, sino dígrafos, esto es, conjuntos de dos letras o
grafemas que representan un solo fonema). Por lo tanto, así también
escribía.
De ahí que la cartica amorosa que escribió decía: “Chechenia, cho che
chamo de choachón”, lo cual significaba Yesenia yo te amo de corazón.
La familia guarda la cartica como una reliquia y una de las tías
materna de la pequeña ríe a carcajadas cada vez que alguien trae a
colación la historia.
Un día, en un encuentro familiar cuando se comentaba lo sucedido, la
niña dijo de pronto, como tratando de quitarle valor a lo escrito por el
fiel enamorado: “¡Ay tía si ese niño no sabe ni escribir!”. Lo mejor
del caso es que —por ese entonces— ella tampoco sabía.
En fin, así son los niños, increíbles, impredecibles, asombrosamente fantásticos. Felices con muy poco.
Infografía: Katia Sánchez Martínez
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