Una india sola
Hermann Bellinghausen
Fernando en la orilla de la
autopista lleva años, desde tiempos de su Fonda Rubí, cantina burdelera
en un autobús en desuso que él acondicionara con mesas, sillas y
apartados y ahora llevaba años abandonado a la herrumbre a un lado de su
cabaña. A eso de las tres, una noche, tocaron su puerta. Entre que
despertaba, el intruso insistió. Un toc toc impaciente pero suave, no
los imperiosos golpes de un desesperado o una autoridad. Ubicó la
escopeta, bien paradita y cargada a un paso de la puerta. Le ha resuelto
un par de contingencias con tlacuaches de dos patas.
Su ¿quién? sonó seco, de madera. ¿Fernando? Una voz femenina de
acento inidentificable, centroamericano tal vez. En vez de responder
Fernando abrió. ¿Qué desea? dijo con rudeza, entonces vio a la
visitante. Una india sola de bluyín, buenas botas y un huipil
bordado, barroco, colorido y jerogífico que merecía colgar en un museo.
Fernando, nacido en Jerez, para fines prácticos coahuilense, comparte
con la gente de por acá una noción estereotipada de indio: color de
piel, estatura, claridad en los ojos negros, acento cantarín y
envolvente.
¿Fernando López?, dijo ella. ¿Quién lo busca?, respondió él. Yo. Ya
veo, ¿qué se le ofrece tan tarde? Tan temprano, corrigió ella con una
risita, necesito su ayuda. A Fernando la idea no le atrajo, prefiere
vivir sin compromisos. Ella: Sé que usted. Él: ¿Yo qué? Ella: Va a
entender.
Se quitó la mochila a su espalda, la interpuso entre ella y la puerta
a medio abrir, se acuclilló y sembró una brisa de maíz y flor de algo.
Su cabellera negra, lo que se dice negra, estuvo unos instantes a la
altura de las rodillas de Fernando. La muchacha extrajo un saco de tela
tan primorosamente bordado como su huipil y se incorporó. Era realmente
chiquita para Fernando, que tira a grandulón. Del saquito sacó una mica y
de ella una fotografía maltratada, descolorida, manchada por la humedad
y las moscas. La reconoció de inmediato. Aparecía él, sensiblemente más
joven, entre una pareja de ancianos, indios y breves como esta mujer
que la noche traía. Susana y Fernando, dijo él con tono de ir fijando un
recuerdo. Abrió bien la puerta y recibió a la chica, quien quiera que
fuera.
Todo sucedió tan rápido que Fernando aún no aquilataba la intensidad
de su sorpresa. Encendió la luz, se dirigió a la cocina, casi en mismo
cuarto que el comedor, la entrada y para esas, la recámara; su catre
ocupaba un rincón de lo que alguna vez fue bodega, así que amplio, y
todo lo acomodado que cabe esperar de un hombre solo. Del trastero
extrajo una cajita de cartón envuelta en plástico.
Me persiguen, dijo ella. ¿Quién? Quién va a ser, la migración.
¿Tienes papeles? Un poco, dijo ella. ¿Cómo cuánto? El permiso regional,
dijo ella. Ese papel acá no sirve, replicó Fernando, y añadió: En el
patio deben quedar brasas, en el fogón. Al volver a mirarla, admitió el
portento. Su piel morena brillaba como reina de calendario. La
tranquilidad y la dulce ferocidad de sus ojos no eran los de alguien
perseguido, y la sonrisa irónica en su boca, tenían atónito al viejo
ermitaño que cultivaba su existencia lo mejor posible en ese lugar árido
y absurdo sin esperar otra cosa que la mañana siguiente.
Entregó a la joven la caja. Fili, dijo ella, es mi nombre.
¿Filiberta?, aventuró él. No, reprobó ella, Filipina. Ja. No se ría. No
me río, me sorprendo. ¿De qué? De todo.
Como si el diálogo le pareciera inútil, Fili se dirigió al patio y
salió otra vez a la noche. Del interior gritó Fernando: Aquí nadie te va
a buscar. Ya sé, dijo ella. Tras un silencio, él: ¿Son tus abuelos?
Bisabuelitos. Tu bisabuelo era mi tocayo. Y ella: Es. ¿Qué, vive? Sí. Ha
de tener como cien años. Ciento cuatro.
El paso de aquellos ancianos le cambió la vida, décadas atrás. En su
paso al norte se hospedaron con él y lo curaron de la vida burdelera y
servil que llevaba. Le hicieron ceremonia, le dieron a beber una leche
sagrada y fue como si lo patearan del caballo y rodara entre las
piedras. Salió Fernando al patio y encontró a Fili con fuego en las
manos. Eso, en las dos palmas, sin quemarse. ¿A qué viniste?, dijo él.
Mi bisabuelo te soñó. ¿Qué soñó? Que me necesitabas. ¿Para qué? Para
siempre, dijo Fili, y él no entendió nada. Es broma, dijo ella pero él
adivinó que no lo era. A Fili el fuego no le quemaba las manos. Eso
tampoco era broma.
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