El hombre que retrata la "revolución silenciosa" de los pueblos rurales en Argentina
Publicado: 30 abr 2019 18:32 GMT | Última actualización: 30 abr 2019 22:06 GMT
El periodista Leandro Vesco dedicó 12 años
de su carrera a contar las historias de la gente del campo bonaerense,
abandonado tras el cierre de los ferrocarriles en los 90.
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La provincia de Buenos Aires, por lejos la más poblada de Argentina, tiene una superficie total de 307.571 kilómetros, apenas superior a la extensión territorial de toda Italia. Sin embargo, 94 %
de las más de 15 millones de personas que la habitan se concentran en
sus centros urbanos, especialmente en los que rodean a la Capital
Federal, el llamado Gran Buenos Aires, o en otras ciudades importantes
como La Plata, Bahía Blanca o Mar del Plata, donde imponentes edificios
conviven con la playa y el mar.
Pero fuera de las zonas metropolitanas y los conglomerados urbanos bonaerenses, existen cientos de pequeños pueblos rurales
que completan la geografía de esta inmensa provincia, una de las
protagonistas principales de la extensa región de la Pampa Húmeda.
Lugares donde el sol y la luna se pueden ver desde todas las esquinas.
Donde se respira aire con aroma a hierba y el mate se erige como
compañero casi ineludible de tardes que se aletargan hasta el ocaso.
Sitios de tradición gauchesca, donde el trabajo es sinónimo de tierra; y
la serenidad y la naturaleza se contraponen al ruido y la
hiperconectividad de las grandes urbes.
Muchas de esas poblaciones
campestres aún intentan sobreponerse al abandono que trajo consigo el
cierre de las redes ferroviarias que las comunicaban a otros pueblos y
ciudades, efecto todavía vigente de la era privatizadora y neoliberal de
la década del 90, y que en Argentina encabezó el expresidente Carlos
Menem.
Durante
los últimos 12 años, el periodista argentino Leandro Vesco se ha tomado
el trabajo de recorrer estos parajes, que suelen estar fuera de la
agenda de los grandes medios, relatando, a través de notas, las
historias mínimas que hacen a la vida diaria de los hombres y las
mujeres de campo; los de siempre, y los de ahora, ya que muchas familias
de ciudad están optando por estos pueblos para afincarse y desarrollar
sus vidas y las de sus hijos, con tranquilidad y tiempo para el
descanso, siempre con el horizonte y el cielo completo como testigos.
Vesco
es además creador de la ONG Proyecto Pulpería (viejo almacén de ramos
generales, típico de Hispanoamérica), que intenta repoblar y revalorizar
estos sitios a través de su difusión, del turismo gastronómico, o de la
creación de espacios culturales, por ejemplo, en las estaciones de tren
que quedaron abandonadas.
Leandro Vesco nació en 1973 en la
ciudad de Paraná, provincia de Entre Ríos, pero vive en Barracas, uno de
los barrios de la zona sur de la Capital Federal. En su libro
'Desconocida Buenos Aires, secretos de una provincia', el escritor
recopila varios de los artículos publicados durante más de una década, y
amplía la radiografía de esta 'Pampa infinita' con una descripción
entrañable y detallada, poblada de personajes solitarios que resisten al
paso del tiempo.
RT:
¿Cuál fue su punto de partida? ¿Hubo un momento y lugar en el que se
decidió por encarar esta travesía que concluyó en el libro?
L.V:
Comencé a transitar la provincia de Buenos Aires hace once o doce años
en forma dominante en mi agenda. Quise buscar la forma de encontrar la
identidad bonaerense. Encontrándola, yo también descubría la matriz de
la forma de ser argentina, esa identidad que por ahí se ha perdido en
las grandes urbes. Mi recorrido ha sido siempre alejarme del asfalto, de
las autopistas, de las rutas más transitadas y de los grandes puntos
del mapa para poner el foco en los pequeños, donde solamente hay caminos
de barro y tierra, caminos rurales que transitan y cruzan pueblos
mínimos, estaciones abandonadas. Ahí en ese lugar, arrinconada, está
todavía presente esa identidad bonaerense. La he descrito en notas. Y la
verdad, siempre suelo llegar a la misma conclusión: la provincia de
Buenos Aires quizás no se defina por un mapa, sino por un sentimiento y
por el asombro.
RT: En las ciudades se
habla siempre muy bien de la gente de pueblo, de su generosidad y
humildad. ¿Qué valor le da al componente humano en cada rincón que pudo
conocer?
L.V: Definitivamente hay una
forma de ser muy marcada: la solidaridad, la camaradería, el darte todo
sin pedirte nada. Yo nunca uso hoteles, la gente suele abrirte las
puertas de su casa, las bicicletas están en la vereda y los niños
jugando en la calle. Esa forma de ser, que para ellos es natural, para
nosotros es atractiva. La gente de la ciudad puede ir a una localidad
pequeña y conocerla, pero no solamente el arroyo o la pulpería, sino que
también puede hablar. La comunicación verbal se ha perdido mucho en la
gran ciudad, pero sigue siendo natural en los pueblos. "Nosotros estamos
comunicados, no tenemos celular", es una frase que se repite mucho en
el ambiente rural. Esa realidad es muy rica y se mantiene inalterable.
La gente es muy receptiva.
RT:
Entre sus historias hay una muy particular que es la de El Faro, un
pueblo con 14 habitantes que está tratando de reinventarse. ¿Qué
encontró ahí?
L.V: El Faro es un pueblo
de 14 habitantes del partido de Coronel Dorrego. Hace aproximadamente
dos años nos llamaron a nuestra ONG Proyecto Pulpería con una pretensión
que era muy simple y muy bella: ellos querían tener más pobladores,
abrir un poco el pueblo a nuevos habitantes. Bueno, los acompañamos en
ese proceso de repoblación, pero más que nada estando detrás de ellos, a
la par, a veces en gestiones, siendo un puente para que su sueño se
haga realidad. Ellos querían también recuperar la estación de trenes,
revalorizarla. Ya no hay ferrocarril en el Faro, pero su estación se ha
convertido en un punto de encuentro donde los habitantes hacen comidas
comunitarias, pueden vender sus verduras orgánicas y contar su historia
en el lugar donde pasó. Son pueblos que han tenido mucha actividad, como
Quiñihual, que tuvo 500 habitantes y ahora tiene uno solo, Don Pedro
Meyer. O La Chiquita, que es un balneario con cuatro habitantes estables
y está dentro de la Patagonia bonaerense. Son playas interminables
donde vos podés ver amanecer y atardecer. Ese lugar está abierto a que
todos vayamos, pero es desconocido. Un poco ese es el sentido del libro.
RT:
Muchos pueblos han quedado a la deriva por cambios en lo social, en lo
económico y también en lo político. ¿Qué le dicen estos pueblos de la
historia reciente?
L.V: La historia
reciente no está bien vista para ellos, pero no es ninguna incomodidad.
Viven otra realidad más efectiva y más feliz en términos de logros. Yo
la llamo revolución silenciosa. Nadie sabe que un tipo trabaja 18 horas
en el campo, que además es el mozo de la pulpería, le da de comer a la
familia, levanta la pared, la mujer hace la cocina, también pinta la
pared; cuando hay que sacar el agua del camino, todos van y lo hacen. Es
una resistencia muy particular, silenciosa pero fuerte y muy efectiva.
RT: ¿Contra qué resisten?
L.V: Hay
un deseo que cruza toda la provincia de Buenos Aires y calculo que todo
el país: es la frase "que vuelva el tren". Se repite siempre y es
multiperfil, desde jóvenes a adultos y ancianos. También los niños, que
escuchan las historias de sus padres o abuelos. La gente en el campo
vive su realidad y mira a la ciudad desde lejos. Saben que los políticos
nunca los escuchan, nunca llegan. Me ha tocado ver que hay salas
sanitarias inauguradas pero están vacías, hay complejos de agua potable
que no están pudiendo distribuir el agua. No es muy feliz la opinión que
tiene la gente de zonas rurales sobre la política o de los políticos.
Todos los procesos de recuperación de los pueblos se han logrado por
fuera de la política tradicional. Se consiguieron por un fuerte cambio
de actitud en los pobladores y por el emprendedurismo, que es muy
importante. El emprendedor rural es muy creativo y no hay quien lo pare.
Empieza el día trabajando y lo termina de la misma manera. Nadie ve
eso.
RT: ¿La proliferación de los campos dedicados al cultivo de soja afectó la vida de esos pueblos?
L.V: Afectó
muchísimo. No solo por la salud. Hay muchos pueblos que han perdido
estaciones de trenes, pulperías o clubes que han sido destruidas para
cosechar soja. El poroto de soja es algo con lo que el hombre de campo o
la familia rural no tiene mucha amistad. Ahí se quiebra un prejuicio,
porque la gente de la ciudad piensa que todo el que vive en el campo es
sojero y no es así. Sojeros son muy pocas personas en el país que tienen
pooles de siembra, pero el tipo que ama la tierra, tiene criadero de
chancho, tiene su tambo, hace su queso, tiene su huerta orgánica y con
eso vive.
RT:
En sus escritos suele hacer referencia al modo en que transcurre el
tiempo, como si fuera diferente al de las grandes ciudades. ¿A qué se
debe?
L.V: El día es muy largo en el
campo: está la mañanita, la mañana, está el mediodía, la siesta, la
tarde, la nochecita y la noche. En cada momento del día hay tiempo para
ceremonias. Hay tiempo para el mate, para el aperitivo en la pulpería o
el almacén de ramos generales. Hay un tiempo en donde hay tiempos, valga
la redundancia, para hablar, para transitar, para caminar, en otro
entorno que para nosotros, los habitantes urbanos, es idílico, pero para
ellos es natural. Ese entorno de silencio y de calma en donde la
familia rural mira al horizonte, se fija si va a llover. El agua sigue
siendo un factor determinante, por su abundancia o por su ausencia.
RT: ¿Cuál es el objetivo de la ONG Proyecto Pulpería y qué han logrado desde su creación?
L.V: Los
pueblos han quedado abandonados, fuera de la agenda de la política y
muchas veces hay que acompañarlos. Ese es el sentido de la ONG. Hemos
hecho cinco bibliotecas comunitarias, creemos que la cultura es la base
de toda recuperación. Pero también lo es el turismo rural, la
gastronomía, y también el cambiar de vida. Por eso invitamos en las
campañas de repoblación a las familias que quieren cambiar de vida, irse
de la ciudad e instalarse en el pueblo. Afortunadamente lo hemos
logrado en un par de ocasiones. No es fácil, es un proceso familiar que
tarda uno o dos años, pero cuando la gente finalmente está en el pueblo
se siente plena. Le cambia la vida totalmente.
RT: ¿Qué experiencias de este tipo encontró en su recorrido?
L.V: El
sentimiento común es el cambio radical de vida. Hay familias que me han
dicho, "ahora puedo ver el amanecer", algo tan simple, el comienzo de
un día. En el pueblo abrís la ventana y ves el infinito horizonte. Las
familias cambian la dinámica, cambian su ritmo de vida. A veces tienen
que ir a una escuela rural, a 10 kilómetros. Pero es solamente un
trayecto que se hace en 25 minutos. El mismo trayecto podés hacerlo en
la ciudad en una o dos horas. Cambia también la alimentación: cuando vos
consumís verduras sin agroquímicos, que vos mismo cosechás se modifica
tu metabolismo. Las familias también me cuentan que duermen y sueñan
mejor, de forma más placentera.
RT: Hablando de placeres, sus historias hacen un fuerte hincapié en la cuestión gastronómica ¿Por qué?
L.V: Bueno,
somos lo que comemos, eso es una realidad. En los pequeños pueblos se
ha dado un fenómeno interesante, que es la gastronomía pulpera o
criolla, y son recetas que se han mantenido inalterables a través de
muchas generaciones. Es decir, aquella receta que trajo consigo un
inmigrante, anotada o en la cabeza, se ha trasladado hasta hoy y se
puede comer en pulperías o almacenes de ramos generales. Son comidas
hechas con mucho amor, muy particulares y poderosas en términos
sensoriales, porque nos hacen recordar sabores que hemos perdido y que
también invitan a cierto viaje: Un guiso carrero, unos varénikes, o un
asado al asador. Es ahí donde se materializa la historia, una identidad.
Uno va al almacén de Pablo Acosta, en Azul, y puede comerse una
empanada de mulita, un chorizo seco de jabalí, bajo una galería y
mirando el horizonte. El pulpero te va contando cómo lo hace y todos los
ingredientes son de ahí nomás. Ese sabor es diferente, es un
sentimiento materializado en un plato de comida.
Emmanuel Gentile
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