sábado, 26 de noviembre de 2016

Fidel Castro, un hombre obsesionado por el poder

La muerte de Fidel Castro ha puesto fin a su influencia directa sobre el destino de Cuba, un poder que mantuvo de manera prácticamente absoluta desde 1959. Y aunque compartió el gobierno los primeros años de la Revolución con un Presidente de la República y luego constituyó una Asamblea Nacional, nadie dudó jamás quién llevaba las riendas del régimen en la isla.
Fidel Castro fumando un tabaco durante la visita del senador de EEUU Charles McGovern a la La Habana en 1957. REUTERS/Prensa Latina/File Photo
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Fidel Castro fumando un tabaco durante la visita del senador de EEUU Charles McGovern a la La Habana en 1957. REUTERS/Prensa Latina/File Photo
Con el fallecimiento de Castro desaparece el último símbolo del liderazgo autoritario prevaleciente en los países comunistas durante la Guerra Fría. El ex mandatario cubano gobernó más tiempo que José Stalin y Mao Zedong. Solo la enfermedad lo obligó a renunciar al cargo de Presidente del Consejo de Estado y de Ministros en 2006, cuando ya había regido a lo largo de 47 años.
A su paso Castro no dejó herederos, fuera de su incondicional hermano Raúl Castro. Cuando la popularidad de algún político amenazaba con eclipsarlo, lo eliminaba de manera más o menos encubierta. Desde la desaparición de Camilo Cienfuegos y la odisea de Che Guevara hasta la caída de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, las escaleras del poder en Cuba están sembradas de líderes abortados.
Ernesto
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Ernesto “Che” Guevara y Fidel Castro en La Habana en 1960. (AFP)
La temprana designación del sucesor
Ninguno de los asistentes a la concentración frente al Palacio Presidencial de La Habana, el 21 de enero de 1959, podía adivinar que aquel día escucharía una frase definitoria del destino de Cuba.
Según Castro, el pueblo de la isla había expresado su preocupación por la seguridad de los dirigentes de la naciente Revolución. El entonces jefe del Movimiento 26 de Julio decidió había decidido proponer a la dirección de esa organización política, que controlaba al Ejército Rebelde, la designación de Raúl Castro como segundo jefe y sucesor si algo ocurría al líder de los barbudos.
“Lo hago, no porque sea mi hermano —que todo el mundo sabe cuánto odiamos el nepotismo— sino porque, honradamente, lo considero con cualidades suficientes para sustituirme en el caso de que yo tenga que morir en esta lucha”, explicó Castro.
Cuarenta y siete años más tarde se consumó esta sucesión, ciertamente avalada por la Constitución de 1976, pero definida desde mucho antes en aquel discurso. En esa misma arenga pronunció algunas frases memorables sobre su desinterés por el poder.
“Para nosotros ser líder no es aspirar al poder, que todo el mundo sabe que yo renuncié al poder hace mucho tiempo, que todo el mundo sabe el desinterés con que he luchado y que soy de los hombres que sostengo que ningún hombre es imprescindible y que cualquier cubano honrado puede ser un buen presidente de la república”, afirmó.
En los meses siguientes Castro borró cualquier obstáculo hacia sus aspiraciones de convertirse en el gobernante absoluto de Cuba. Harto de sus discrepancias con el presidente Manuel Urrutia, renunció a su cargo de Primer Ministro, en una operación pactada en secreto con otros miembros del gabinete y el respaldo del diario Revolución, que movilizó al pueblo el 17 de julio de 1959 con un titular impreso en un millón de copias: “Renuncia Fidel”.

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