La libertad, causa común
Sergio Ramírez
Este año será el del 40
aniversario de la revolución que derrocó a la dictadura de la familia
Somoza. Cuando se rompa ese ciclo que parece fatal en nuestra historia,
donde las tiranías parecen repetirse sin fin, la piedra que Sísifo ciego
debe empujar eternamente hasta la cima de la montaña no tendrá que
rodar de nuevo al plan del abismo. Habremos cambiado dictadura por
democracia.
La derrota definitiva del régimen del último Somoza se debió a tres
factores fundamentales: el primero de ellos el alzamiento popular
encabezado por el Frente Sandinista, y que a partir de octubre de 1977
logró prender en todo el país, vertebrado por la participación creciente
de miles de jóvenes de ambos sexos y de todas las clases sociales,
hasta llegar a convertirse en una verdadera insurrección nacional.
El siguiente factor fundamental fue el respaldo que los jóvenes en
armas recibieron de todos los sectores ciudadanos, sin ningún distingo,
muchos alentados por su compromiso cristiano. La aparición del Grupo de
los Doce, formado por empresarios, sacerdotes, profesionales,
intelectuales, le dio a la organización guerrillera peso político
nacional e internacional.
Y el tercero de ellos, pero no el menos importante, la gran alianza
latinoamericana que se logró forjar, sin que esta convergencia de
voluntades tuviera una identidad ideológica. Los presidentes se guiaban
más bien por el repudio a un régimen que había perdido toda legitimidad,
no tenía consenso nacional, y se basaba nada más en la represión
brutal. Era la última de las viejas tiranías familiares de las
repúblicas bananeras, un término acuñado por O’Henry en su novela De coles y reyes.
En esta alianza fueron fundamentales Venezuela, Panamá, Costa Rica,
México y Cuba; el solo apoyo de Cuba, con cuyo sistema los comandantes
guerrilleros sandinistas se identificaban, no hubiera sido suficiente.
Más bien es lo contrario. Este apoyo, con pertrechos de guerra, fue
posible en términos políticos porque los otros países, con sistemas
basados en la democracia representativa, estuvieron presentes; y algunos
de ellos prestaron también auxilio bélico, como Venezuela y Panamá, y
recursos materiales, como México, para no hablar de Costa Rica, que se
convirtió en retaguardia de la lucha armada.
La llegada de Jimmy Carter a la presidencia de Estados Unidos en 1977
abrió una puerta nueva en las relaciones de Washington con América
Latina, como pudo verse con la firma ese mismo año de los tratados
Torrijos-Carter que devolvieron a Panamá la soberanía del canal. Y la
intimidad de medio siglo con la dinastía de los Somoza llegó a su fin
con la nueva doctrina de derechos humanos proclamada por Carter. Somoza
no entendía aquella hostilidad imprevista que también fue clave para
acabar con su reinado.
Omar Torrijos conocía bien la calaña de Somoza, cegado por su obscena
voluntad de quedarse para siempre en el poder. Rodrigo Carazo era
presidente de un país democrático por convicción y tradición; Costa Rica
había soportado por el último medio siglo la vecindad de una dictadura
de aquella calaña, y quería para Nicaragua un gobierno igualmente
democrático. Y Carlos Andrés Pérez, que venía de la tradición
socialdemócrata de Rómulo Betancourt, sabía cuánto se parecía la
dictadura de Pérez Jiménez, bajo la que se había visto obligado a
exiliarse de Venezuela, a la del viejo Somoza, fundador de la dinastía.
Y en aquel alineamiento de los astros, que fue tan propicio a la
caída del último Somoza, la figura del presidente José López Portillo,
de México, resultó crucial. Su respaldo fue constante, oportuno y
generoso. Me recibió no pocas veces, y puso en sintonía a su gabinete
para darnos apoyo, antes y después del triunfo de la revolución. Rompió
relaciones diplomáticas con Somoza en mayo de 1979, y nos había pedido
que le dijéramos cuál sería la mejor oportunidad para hacerlo. Cuando
vino por primera vez a Managua en 1980 en visita oficial, alguno de sus
secretarios le preguntó durante el vuelo qué tratamiento habría que dar a
Nicaragua en cuanto a ayuda material, y él respondió que igual a
cualquier estado de México.
Era el fruto de una larga y generosa tradición. Hubo nicaragüenses
que combatieron del lado de las fuerzas revolucionarias en México, uno
de ellos el poeta Solón Argüello, secretario privado del presidente
Francisco Madero, y fusilado en 1913 tras el golpe de Estado que culminó
con la usurpación del dictador Victoriano Huerta; combatientes
mexicanos pelearon contra Somoza durante la revolución, y murieron en
tierra nicaragüense, como la inolvidable Araceli Pérez Darias.
El presidente Plutarco Elías Calles respaldó con armas a los
insurrectos liberales que se alzaron en Nicaragua en defensa de la
Constitución en 1925. El presidente Emilio Portes Gil acogió a Sandino
en Yucatán en 1929. Y México fue clave en las gestiones del Grupo
Contadora para lograr los acuerdos de paz de 1987 que llegaron a poner
fin al conflicto armado con la Resistencia Nicaragüense.
En América Latina nada es nunca hacia adentro. La libertad ha sido siempre una causa común.
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