Trump, la CIA y Medio Oriente: La mano invisible de la guerra
El nuevo jefe de la CIA, Mike Pompeo, elegido por Trump, entregó un premio al príncipe heredero saudí, Mohamad bin Nayef, en honor a su lucha antiterrorista y sus contribuciones a la paz mundial.
La nueva cúpula de la CIA, presidida por Mike Pompeo, el flamante jefe mundial de espías y operaciones encubiertas elegido por el presidente Trump, hizo entrega de un premio al príncipe heredero saudí, Mohamad bin Nayef bin Abdulaziz Al Saud, en honor a su "lucha antiterrorista y sus contribuciones para asegurar la paz y la seguridad internacional". Demasiadas ironías en una sola oración.
Inmediatamente después de este escandaloso acto condecorativo, numerosos analistas se aprestaron a juzgar el hecho como “una broma de mal gusto”, teniendo en cuenta no sólo la responsabilidad de la CIA en la creación y organización de las principales redes terroristas en todo el mundo, especialmente árabe, sino también el oscuro prontuario del reino saudí en el financiamiento y reclutamiento de los grupos extremistas activos en la región mediooriental. Pero el hecho en sí no sólo se trata de un acto de hipocresía de los que nos tienen acostumbrados los miembros de la alta política global; expresa además un elemento de continuidad en materia de política exterior que indica ciertos indicios de la relación entre el presidente Trump y su aún incierta estrategia hacia esta zona invadida, saqueada y destruida por las distintas caras de la intervención imperialista durante las últimas décadas.
Antes de adentrarnos en especulaciones debemos pensar qué tan ciertas o posibles pueden ser las ideas del nuevo presidente norteamericano, respecto a las intenciones declaradas de acabar “realmente” con Daesh y Al-Qaeda y, por decantación, con la estrategia de la CIA de utilizar al terrorismo como arma de guerra “no convencional” contra gobiernos opuestos a los planes norteamericanos. Para analizar este tema debemos tener en cuenta algunos elementos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creó oficialmente la CIA como parte fundamental de una nueva estructura de dominación global. La llamada Guerra de cuarta generación fue introducida en la doctrina militar norteamericana muchas décadas antes, pero cobró impulso en esta época como un cambio cualitativo en la forma de ejercer el poder. Así, Estados Unidos reemplazó la vieja doctrina de lo que Eric Hobsbawn llamó el “imperialismo formal” (a través del cual las potencias coloniales dominaban y administraban de forma directa los pueblos subyugados militar y económicamente) por una doctrina más “informal” de dominación imperialista, que se desligó del problema de la administración colonial y la ocupación militar permanente, optando por utilizar mecanismos más indirectos, claro está, sin abandonar nunca la táctica de la intervención militar directa.
Tal orientación implicó, en el plano militar, el desarrollo de técnicas no convencionales y el uso de lo que se conoce actualmente como “guerra en las sombras” o “guerra sucia” para ejercer el dominio sobre países cuyos gobiernos eran hostiles a sus designios o ejercían algún tipo de obstáculo para los intereses de los capitales transnacionales. La manipulación de los medios de comunicación, la organización de atentados y asesinatos políticos, la tortura sistemática, el reclutamiento de mercenarios, etc. fueron elementos empleados en el marco de esta estrategia. El terrorismo fue apropiado por la CIA como un método “anónimo” para producir el caos, la desestabilización o a la eliminación de actores políticos a escala internacional.
Hacia el final de la Guerra Fría surgió la Doctrina Reagan que comenzó a considerarse válida contra gobiernos o grupos con respaldo soviético, y que, años después, fue revitalizada ante los atentados del 11-S por la Doctrina Bush, que implicó el desarrollo de tácticas usadas contra diferentes insurgencias, el radicalismo, el crimen transnacional y otras actividades que se empezaban a denominar genéricamente como terroristas. Desde este punto de vista, se introducía una concepción de guerra total basada en operaciones políticas y psicológicas enmarcadas en conflictos de baja intensidad. De esta manera, la estrategia militar utilizada en este tipo de conflictos se convertía en política.
Transcurridos más de 15 años de los atentados de las torres gemelas y desde que la denominada “primavera árabe” llegó al mundo árabe, fuimos testigos del surgimiento y la multiplicación de numerosos grupos terroristas surgidos en el contexto de las desastrosas incursiones por parte de Estados Unidos, con la complicidad de las potencias de la OTAN, en Medio Oriente. Hay que recordar que el grupo terrorista EIIL (Daesh, en árabe) nació al calor de la intervención militar norteamericana en Libia, que culminó con el asesinato de su entonces presidente Muamar Gadafi, en 2011. Previamente a este suceso, los más altos estrategas norteamericanos junto a sus “seguidores” de la OTAN se encargaron de armar una compleja red de grupos radicales de índole terrorista que sirvieron como punto de apoyo para desencadenar desestabilización en aquellos países donde los gobiernos no fueran lo suficientemente colaborativos con sus intereses. La CIA formó parte constitutiva de esta orientación funcionando como nexo entre los servicios de inteligencia de las principales potencias mundiales y los colaboradores regionales. Dicha agencia organizó la entrada en Libia de estos grupos desde Túnez y Egipto, durante los bombardeos que realizó el gobierno francés.
Posteriormente, esos núcleos recibieron armamento a través de una red montada por la misma CIA cuando, después de haber ayudado al derrocamiento de Gadafi, pasaron a Siria en 2011 para derrocar a Al-Asad y seguidamente atacar Irak, en momentos en que el gobierno de Al Maliki se alejaba de Occidente y se acercaba a China y Rusia.
En consecuencia, se fueron diseminando los grupos extremistas por territorios particularmente estratégicos para asentar sus centros de mando. El infierno de la guerra y la anarquía resultaron un buen escenario para reclutar y entrenar a cientos de terroristas.
Cuando el presidente Obama puso en manos de la CIA la brillante idea de organizar a diversos grupos armados, la agencia “ya sabía que tenía un socio dispuesto a financiarla: Arabia Saudita”. Junto con Qatar, Jordania y los Emiratos Árabes Unidos, el reino wahabita “proporcionó armas y miles de millones de dólares, mientras que la inteligencia estadounidense dirigió el entrenamiento de los rebeldes”. Así lo documentó el New York Times en una investigación publicada el 23 de enero de 2016. Wikileaks hizo lo propio al sacar a la luz las conexiones entre la ex Secretaria de Estado y posterior candidata presidencial Hillary Clinton y el lobby saudí, para llevar adelante los mencionados planes.
Pero antes, George Bush Junior había declarado que los atentados del 11-S “fueron perpetrados por Al-Qaeda”, lo cual justificaba la invasión de Afganistán y posteriormente de Irak, luego de la escandalosa mentira mundial posteriormente probada de que Sadam Hussein albergaba en su territorio armas de destrucción masiva y planeaba utilizarlas contra la población norteamericana.
En 15 años, Estados Unidos había sacrificado a más de 10.000 vidas estadounidenses, mientras el saldo de ciudadanos medioorientales muertos fue de más de 2 millones, sin contabilizar el desplazamiento poblacional, la destrucción y la guerra inacabada en el continente. Durante todos esos años se ocultó el rol jugado por Arabia Saudí como cerebro de Al-Qaeda y, más concretamente, su relación con los terroristas que llevaron supuestamente a cabo los atentados del 11-S.
Pero la estrecha colaboración entre los servicios secretos de Estados Unidos y Arabia Saudí ya tenía sus antecedentes. En Angola la CIA apoyó, con financiamiento saudita, a los rebeldes que operaban contra el gobierno de Luanda, aliado de la URSS; en Afganistán Estados Unidos organizó una red de grupos extremistas para luchar con los soviéticos, que Arabia Saudita financió a través de una cuenta de la CIA en un banco suizo; los saudíes financiaron la operación de la CIA para ayudar a los contras en Nicaragua con 32 millones de dólares a través de una cuenta en las Islas Caimán, sólo por nombrar algunos casos recopilados por Red Voltaire.
Republicanos y demócratas han sabido aprovechar la especial relación con esta potencia del Golfo Pérsico que, a su vez, también ha recibido sus beneficios. Por ello nunca vimos que Estados Unidos condenara la violación de los derechos humanos o la ejecución de civiles entre las fronteras que protegen a esta monarquía. No obstante, este trabajo de colaboración desigual también se extiende a otras esferas. Arabia Saudí es principal exportador de crudo del mundo, de un gobierno que, por su poder es el único en el mundo árabe que puede contrarrestar el alcance regional de su archirrival Irán. De hecho, el Estado árabe constituyó una pieza clave para mantener los precios del petróleo bajos cuando estos comenzaron a desplomarse en el 2015. La petromonarquía se negó a recortar su cuota de producción, inclusive en su propio desmedro, para poder amortiguar la caída estrepitosa de la renta proporcionada por este recurso natural a partir de la disminución de la oferta. La medida fue tomada luego de una clara presión por parte de Estados Unidos, que sí logró sus cometidos al lograr desequilibrar rápidamente, en mayor o menor medida, los pilares de las economías de países que se resistían a sus órdenes como Venezuela, Rusia e Irán.
En el ocaso de su mandato, Obama aprobó una operación de venta de armas a los saudíes por un valor de 154,9 millones de dólares, en el medio de la feroz agresión que dicha monarquía sigue perpetrando aún hoy contra el pueblo yemení. Ya en 2014, Arabia Saudí se había convertido en el mayor importador de armas del mundo con la compra de equipamiento militar, principalmente de EEUU, por un valor de 6,4 mil millones de dólares.
Al parecer, y luego del acercamiento mencionado en el comienzo de este artículo, el nuevo presidente Donald Trump no ve razón alguna para estropear tan provechosas relaciones. Si bien su administración, ya desde la época preelectoral viene declarando la intención de dejar de apoyar y financiar a grupos extremistas, no parece que la relación con los principales patrocinadores del terrorismo internacional vaya a menguar.
El objetivo principal de la utilización del terrorismo como arma se enmarca en la necesidad más general por parte de la principal potencia del mundo, de influir a través de actividades clandestinas en gobiernos extranjeros, organizaciones o personalidades, con el fin de lograr un escenario adecuado para la aplicación de su política exterior, sin tener que recurrir a la costosa (desde todo punto de vista) intervención militar clásica. Esta estrategia es constitutiva del aparato de dominación imperialista contemporáneo y, por ende, imprescindible para la conservación de la hegemonía en un mundo globalizado.
Teniendo presente el momento histórico al cual asistimos y la complementariedad de estos actores, es que debemos analizar si efectivamente están dadas las condiciones para que el presidente Trump cambie de rumbo en la estrategia política exterior de Estados Unidos. ¿Dejará Trump en el pasado la táctica que promueve la utilización de actores indirectos como “contras” o “terroristas” en sus acciones internacionales, para pasar a desarrollar políticas de injerencia directa? ¿O combinará ambos métodos, como lo hizo el segundo presidente Bush? En el primer caso, el método resultaría por demás anacrónico y obsoleto, con casi ninguna esperanza de éxito para sus perpetradores; más bien nos hallaríamos ante el empleo de un recurso por extrema debilidad, que dejaría mucho más expuestos los mecanismos del poder imperialista. En el segundo, los resultados recientes no han sido nada exitosos para los paladines de la política imperialista y catastróficos para el resto de la humanidad.
En definitiva, sólo cuando se acabe la incertidumbre que genera el hoy imprevisible rumbo que marca el nuevo jefe de la Casa Blanca y el imperialismo norteamericano pase a la acción, se podrán resolver las actuales incógnitas, lo que nos pondrá a los incómodos analistas en la obligación de pensar la entrada en una nueva y desconocida era de “guerras no convencionales”.
Escrito por Alejandra Loucau
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