Los siete mil combatientes de las FARC ya se encuentran en las 26 zonas designadas, donde entregarán las armas entre el 1 de marzo y el 1 de junio ante una misión de las Naciones Unidas. Para el mes de mayo las FARC realizarán un congreso para constituir un partido político legal con el que concurrirán a las elecciones.
Sin embargo el proceso de paz está siendo hostigado por una cadena interminable de asesinatos de dirigentes sociales. En 2015 fueron 105 asesinatos. En 2016 la cifra trepó a 116 muertos. Desde que el Congreso aprobó la paz el 1 de diciembre pasado, ya son 19 líderes sociales y defensores de los derechos humanos asesinados, entre ellos cinco mujeres. El ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, dijo en cadena radial que los asesinatos de dirigentes sociales "no son sistemáticos" y que el paramilitarismo ya no existe en Colombia, ofreciendo garantías a los guerrilleros desmovilizados.
Héctor Mondragón, economista y asesor del movimiento campesino, indígena y de afrodescendientes, considera que "para entender lo que está pasando con los acuerdos de paz, es necesario identificar el poder político enorme que tienen en Colombia los acaparadores de tierras". La historia del siglo XX está marcada a fuego por el latifundio y la concentración de la propiedad de la tierra, a costa de la expropiación violenta de los campesinos.
"Los acaparadores de tierras han hecho su negocio con la guerra, no quieren por ningún motivo devolver lo que despojaron y quieren continuar el despojo. También les sirve la guerra a los que imponen grandes explotaciones mineras o petroleras o megaproyectos que lesionan gravemente el medio ambiente de los territorios, porque encuentran el pretexto y las condiciones precisas para asesinar a los líderes de las comunidades, lo cual hacen no solamente en Colombia sino en toda América latina y otras partes del mundo", sostiene Mondragón en referencia a las grandes multinacionales.
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Este es el sector que se niega a aceptar la paz y que, en los hechos, está detrás de los más de 200 crímenes contra dirigentes y militantes sociales. El expresidente Álvaro Uribe actúa como el brazo político de las empresas mineras y petroleras, y de los terratenientes que se oponen a la paz. Entre sus objetivos figura neutralizar la 'consulta previa' a las comunidades indígenas y negras para la aprobación de proyectos extractivos, así como la economía campesina, familiar y comunitaria que los acuerdos de paz reconocen debe ser protegida.
Para este poderoso sector, las comunidades son un obstáculo a superar, así como cualquier tipo de asociación campesina, de la que recelan profundamente. Vale recordar que la guerra comenzó, hace más de medio siglo, como lucha por la tierra y que la guerrilla se inició como "autodefensas campesinas" contra las guardias privadas de los terratenientes, mucho antes de convertirse en un ejército guerrillero estructurado.
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Un riguroso trabajo de cuatro investigadores de la Universidad de los Andes —Leopoldo Fergusson, Pablo Querubin, Nelson Ruiz y Juan Vargas— titulado 'La verdadera maldición del ganador', muestra que entre 1997 y 2014 el triunfo electoral de fuerzas nuevas de izquierda a nivel local fue respondido con un aumento significativo de la violencia paramilitar en esas zonas. El trabajo fue divulgado semanas atrás y en base a estadísticas consigue mostrar las causas de fondo de la violencia contra la izquierda.
"Mostramos que la elección por un margen estrecho de partidos de izquierda, previamente excluidos del poder local en Colombia, produce un incremento en los ataques violentos de paramilitares, más que triplicando la media. Interpretamos este aumento de la violencia como una reacción de facto de las élites políticas y económicas tradicionales, que buscan compensar el incremento en el poder político de los grupos tradicionalmente marginados", puede leerse en la investigación.
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Constatan además que otros tipos de violencia no cambian con el triunfo de la izquierda, y que los niveles de violencia "no se modifican con la victoria de partidos de derecha en elecciones estrechas". Por eso concluyen que la violencia paramilitar está ligada a la inclusión de partidos de izquierda antes marginalizados y que eso sucede porque las instituciones son débiles, lo que le da una gran desventaja a la izquierda en el terreno electoral.
El domingo 26 de febrero un referendo popular mostró la oposición campesina y ciudadana a las mega-obras que sólo benefician a las grandes empresas. Los habitantes del municipio Cabrera, en Cundinamarca, acudieron masivamente a las urnas y expresaron su condena a las políticas que amenazan el páramo de Sumapaz, el más grande del planeta. Allí se planea construir una represa hidroeléctrica que, según los campesinos que necesitan el agua del río Sumapaz para sus cultivos, vulnera sus derechos como cultivadores.
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Mil quinientos de los cuatro mil habitantes del municipio votaron en contra del proyecto. Cabrera es una población rural a poco más de cien kilómetros de Bogotá, una comunidad organizada con una tradición de lucha que se enfrenta ahora al consorcio italiano-español Emgesa-Enel-Endesa, que ya ha provocado daños en otras regiones del país.
El caso sirve como ejemplo de la potencia del campesinado colombiano y de las dificultades que tendrán los proyectos extractivos para imponerse en buena parte del país. En la medida que el presidente Juan Manuel Santos amarró el proceso de paz al desarrollo minero-energético del país, con la expectativa de cuantiosas inversiones multinacionales, los conflictos socio-ambientales están creciendo de modo exponencial.
A las dificultades inherentes a todo proceso de paz, se suman dos incertidumbres mayores. La primera es si la violencia paramilitar seguirá escalando o podrá ser revertida por la suma de iniciativas del Gobierno y de las organizaciones sociales. No será fácil desmontar aparatos que llevan décadas viviendo de la extorsión y el robo, aliados como están con los narcotraficantes.
La segunda es de carácter geopolítico, y consiste en las incertidumbres que genera la presidencia de Donald Trump, poco interesada en comprometerse con un proceso que —a los ojos de la Casa Blanca— no parece reportarle beneficios inmediatos.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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