Historia de una infamia
Gilberto López y Rivas
Sucumbíos, historia de una infamia (Refugio Bautista Zane,
et. al., México: Universidad Autónoma de Chapingo-UACM-, 2011) es un libro de
investigación, testimonio y denuncia de un crimen de lesa humanidad, de una
transgresión a las leyes de la guerra, de una violación a la soberanía de una
nación y de la sempiterna injerencia imperialista en la vida de nuestros
pueblos, que ocasionó, el primero de marzo de 2008, el asesinato a mansalva de
25 personas y dejó heridas graves a tres sobrevivientes. De los muertos, cuatro
eran mexicanos, al igual que una de las mujeres heridas. Los cinco eran
estudiantes, con entrada legal en Ecuador, conocidos en nuestro país por su
solidaridad con el pueblo colombiano y que habían llegado el día anterior de
visita al campamento guerrillero, sede del considerado negociador y canciller de
las FARC, comandante Raúl Reyes, blanco principal del bombardeo, ametrallamiento
y ocupación por fuerzas aéreas y terrestres del ejército colombiano.
Se trató de una acción –propia del terrorismo de Estado– con múltiples
propósitos: a) dar un golpe significativo a la opción negociada del conflicto
armado en Colombia; b) crear condiciones para una guerra regional contra dos
países vecinos inmersos en procesos de cambio de diferentes profundidades, pero
a partir de un rescate de la soberanía nacional y, en consecuencia, antagónicos
a la dominación imperialista encabezada por Estados Unidos; c) castigar al
gobierno ecuatoriano por el desmantelamiento de una base aérea estadunidense en
territorio de ese país, y d) socavar el protagonismo que el comandante Hugo
Chávez estaba forjando en la liberación de rehenes en manos de las FARC.
De todos los actores políticos regionales involucrados en el ataque a
Sucumbíos, el papel del gobierno de México es el más lamentable, ya que no ha
defendido, hasta la fecha, los intereses de sus connacionales muertos y heridos
en el extranjero; no condenó sus homicidios, ni mucho menos ha exigido justicia;
no se manifestó en contra de una agresión armada contra un país soberano. Por el
contrario, ha permitido e incluso apoyado que los servicios de inteligencia
colombianos se muevan en territorio mexicano como en su casa, no ha protestado
por las amenazas del embajador colombiano en nuestro país contra los padres de
los muchachos, ha apoyado en los ámbitos internacionales a los gobiernos de los
asesinos Uribe y Santos, ha estimulado la estigmatización de la UNAM y el
derecho de sus estudiantes a manifestar sus ideas y practicar la solidaridad
internacionalista, ha violentado el derecho de asilo y ha expatriado a
ciudadanos colombianos de manera ilegal, como fue el caso del sociólogo Miguel
Ángel Beltrán Villegas, quien, por cierto, fue absuelto de las amañadas
acusaciones en su contra. La cancillería mexicana, que logró cierto prestigio en
los días de la Declaración Franco-Mexicana, se ha convertido en obsecuente
accesorio de las fuerzas más retrógradas en el continente, encabezadas por
nuestro buen vecino del norte.
Por las características técnicas y de inteligencia del ataque a Sucumbíos,
particularmente el uso de bombas de precisión, los aviones utilizados, la
logística detrás de las tropas colombianas, así como los alcances estratégicos
de la acción a escala regional, es claro que Estados Unidos participó
activamente en este crimen de guerra, utilizando al gobierno de Colombia para
sus fines de dominación continental y coadyuvando a crear una peligrosa
desestabilización que pudo derivar en una guerra de alcances inimaginables.
A partir de Sucumbíos, los órganos de inteligencia colombianos,
estadunidenses y mexicanos montan en México una campaña mediática y judicial
encaminada a presentar a las víctimas como peligrosos criminales, y a la UNAM
como guarida de terroristas. Destacan algunos sicarios mediáticos, cuya labor en
los medios fue tan patética que sus
artículosno podían sustraerse del formato policiaco de sus empleadores. Asimismo, se levantaron denuncias judiciales por grupos de la ultraderecha mexicana, que intentaban crear un clima de cacería de brujas en contra de quienes hemos manifestado nuestro apoyo a la justa lucha del pueblo colombiano contra el terror de Estado. Nuevamente, encontramos la sombra de Estados Unidos orquestando estos esfuerzos represivos. La incautación de supuestas computadoras del comandante Reyes, a prueba de bombas y metralla, dieron un material infinito para sustentar las más absurdas acusaciones en los medios de comunicación y en los aparatos judiciales al servicio de los poderosos.
Los cuatro estudiantes fallecidos: Juan González, Verónica Velázquez,
Fernando Franco y Soren Avilés, así como Lucía Morett, pese a todas las
acusaciones, calumnias y campañas en su contra, constituyen un ejemplo de la
juventud comprometida con su realidad social; estos internacionalistas
sacrificados en territorios de pueblos hermanos representan lo mejor de su
generación. Pero también, el libro que comentamos tiene a otros protagonistas
que hay que registrar en la memoria, que son las madres y los padres de estos
muchachos que, asumiendo el dolor más grande que un ser humano puede sufrir, la
muerte de sus hijos, no se doblegaron ante esta suprema adversidad, sino que se
levantaron de la pena que los embargaba, se conocieron entre sí, se organizaron
en la Asociación de Padres y Familiares de las Víctimas de Sucumbíos, Ecuador,
profundizaron sus habilidades como voceros, activistas, redactores,
negociadores, denunciantes, con el propósito de hacer justicia y llevar algún
día al banquillo de los acusados a los genocidas. Y desde entonces no han
parado, cada mes recuerdan la infamia en la embajada de Colombia, difunden
materiales por Internet, montan exposiciones, participan en mítines y
manifestaciones. Va para ellos nuestro reconocimiento.
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