La espera del Quijote
José Cueli
Este año se cumplen 400 años de la impresión de la segunda parte del Quijote de la Mancha, de don Miguel de Cervantes Saavedra (ver artículo La Jornada Semanal, 22-XI-15, de Enrique Héctor González)
Ese Quijote fluir infinito de espera, no la creación de una obra momentánea. Don Quijote se repite cada instante y es creado nuevamente por el lector. Dice Heráclito: El mundo a veces se incendia y a veces se constituye a partir del fuego, por ciertos periodos de tiempo, en los cuales, con medidas se incendia y con medidas se apaga.
El ingenioso hidalgo se descubre, sujeto no cabal e inmutable. Se transforma, se desvanece, se convierte en otra cosa, en otro que ya no era aquel, en desajuste y difuminación, disipado de las cosas, de los seres, en un momento para dejar de ser, penetrar en la espera cuadrante de sombra.
Caballero el hidalgo convertido en fantasma, visión de aquello que constituye la seguridad vislumbró que nada era seguro. En sus aventuras pierde la identificación con sus libros y en una labor finísima se va desajustando, trastocándolo todo, a pesar de la negación, en su incesante poderío de deterioro y de transformación que tanto sorprende como engaña. Desintegración tan inevitable como inmutable de lo que había sido el ser de las cosas: la imagen permanente del mundo.
Las cosas en las que había creído: la justicia, la libertad, al fragmentársele lo dejan impávido ante el vacío inexplicable en que se le convierte la vida, lo viviente; engañado, busca una y otra vez el otro perdido. La esperanza de don Quijote consiste en la sustancia de las cosas que se esperan. Espera que consiste en aceptar lo que se siente que se tiene. Revestir la vida de espíritu, de ser espíritus espoleados por el anhelo de su categórica intuición creadora: el ser existe y es fluir del tiempo. Es más, sólo el ser existe. Pone el acento en sentido contrario a la unidad, la centralidad, la fijeza y la sistematización. Descubre que todo parece estar hecho de vaguedad, diferencia y mudanza. Que todo se mueve, se tornasola, se disgrega, desaparece, vuelve a aparecer. Descubre la falta de fijeza de las cosas y se queda prendido y prendado de esa incesante transformación enloquecedora que hace que cada momento, en cuanto realidad, un inquietante fluir inasible.
Don Quijote confunde lo aparente con lo real, lo fenoménico con la sustancia, y de esta confusión de sentimientos había de registrarse su desencanto brusco y progresivo, sus ideales se desvanecen un sueño-delirio confundido con la vida. Peregrino por los campos, se queda inmóvil y al andar sutilmente se percata de que entra al tiempo (tiempo puro, temporalización freudiana, recurso de la temporalidad discontinua, pensamiento de la diferencia: derridiana). Porque el andar no es otra cosa que tiempo. Lo impalpable, lo misterioso del ser, eso que se escapa siempre, se va de las manos. Y, ¿cómo apresar eso que falta, eso que no se ve, eso que fluye, denso e impalpable, que no es otra cosa que la firme existencia invisible del ser en contacto con una realidad indefinible que resume lo que buscaba: la faz invulnerable de la vida, su palpitante acecho?
Es entonces cuando aparece la falsa parte de El Quijote, ahora caballero (la de Avellaneda que oculta un seudónimo). Cervantes, entonces, tiene que hacer un esfuerzo para sacar en poco tiempo la segunda parte auténtica de su obra, ya que está enormemente disconforme y enojado por esa segunda parte no salida de su pluma.
En un año da cima a la obra, sin que desmerezca de la primera. Ha vencido, mas se ha quedado sin energías; a los seis meses de terminar el escrito, la enfermedad que sobrelleva acaba con su vida.
Con igual fortaleza dedicaba aquella que sería su obra póstuma el conde de Lemus, aderezando para su gusto los versos de un romancillo muy popular:
Presto ya el pie en el estribo
con las ansias de la muerte
gran señor te escribo.
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