Las bases del neonazismo
Guillermo Almeyra
Desde hace casi un
siglo –desde mediados de los años 30 hasta hoy– el mundo está hundido en
la barbarie, se acostumbra a ella, la naturaliza. En las mentes de
todos pesan diariamente todos los horrores, los millones de muertos de
la colectivización forzada en la Unión Soviética, los goulags,
los campos de concentración nazis y el Holocausto que exterminó millones
de discapacitados, gitanos, comunistas y judíos, los 30 millones de
muertos en la pasada guerra mundial o la monstruosa matanza de civiles
en Hiroshima y Nagasaki.
Aplastado el nazifascismo, siguieron las matanzas de los
imperialistas franceses en Argelia, Túnez, Madagascar e Indochina, la
guerra salvaje de Estados Unidos contra los vietnamitas, las
destrucciones resultantes de la guerra de Corea y la guerra en Argelia
que eliminó un décimo de la población nativa, la ocupación de Palestina
con su brutalidad y racismo cotidianos, los 500 mil muertos en Ruanda y
Burundi en conflictos sociales atizados por el imperialismo. La
televisión presenta entre una y otra noticia frívola o de crónica los
migrantes ahogados y náufragos y recuerda Tlatelolco, Ayotzinapa o
muestra las continuas amenazas nucleares de Trump y la espantosa
situación humanitaria en Yemen por las bombas de Arabia Saudita.El capitalismo, que se afirmó con el genocidio en la India y en América, ha extremado su carácter criminal en estos dos pasados siglos. Hoy marcha abiertamente hacia una catástrofe ambiental provocada por la avaricia y el desprecio a la naturaleza y a los seres humanos o hacia una guerra nuclear intercontinental que pondría en riesgo la existencia misma de miles de especies, entre ellas, la humana.
Culturalmente, las sangrientas series televisivas y las películas de terror así como buena parte de la literatura popular y el auge de las religiones apocalípticas, son sólo un exorcismo contra el horror y la muerte violenta que nos rodean.
Socialmente, las nuevas clases medias reúnen una miríada de trabajadores en los servicios y de asalariados precarios de todo tipo y pequeños propietarios rurales (que en Brasil se identifican con los latifundistas improductivos cuyas tierras ocupa el Movimiento de los Sin Tierra). Los artesanos y pequeños empresarios y comerciantes minoristas generalmente tienen distinto color que sus clientes pobres y temen la delincuencia violenta protagonizada por muchos más negros y mulatos que caucásicos, pues éstos monopolizan, en cambio, la gran delincuencia de guante blanco que evade al fisco, exporta capitales o explota a miles de personas y los medios de información marcan sólo el primer tipo de delincuentes y ocultan el otro.
Esa polvareda humana, al igual que los pequeños propietarios rurales,
no forma comunidades ni tiene solidaridad.Todos se sienten solos,
compiten entre sí y, sobre todo, ven como peligro principal la pobreza y
temen caer a las filas proletarias, pues los profesionales sin
clientes, los comerciantes al borde de la quiebra, los estudiantes sin
futuro o los empleados precarios viven en la incertidumbre. Por eso
vuelcan su odio contra los más pobres mientras envidian a los obreros
que se defienden colectivamente con sus sindicatos y sus luchas.
El fascismo y el nazismo eran hijos del liberalismo, imponían el
orden de los cementerios pero criticaban al capital financiero y
ofrecían demagógicamente ventajas sociales para poder competir con la
esperanza en el orden anticapitalista, socialista, porque millones de
trabajadores daban entonces su vida por una esperanza en una sociedad
justa y libre y creían posible esa alternativa. Por su parte, los
liberales democráticos aún tenían margen para mantener la democracia
formal.
Hoy, en cambio, en una crisis que no terminó y que va a rebotar
fuerte a corto plazo, todos los estados utilizan cada vez más métodos
fascistas y, en los menos estables, se desarrollan movimientos racistas y
nacionalistas fascistoides que han abandonado la retórica
anticapitalista y que son ultraliberales en lo económico y
ultrarreaccionarios en lo social.
Los trabajadores resisten heroicamente y sus formas de lucha
presagian grandes estallidos sociales en algunos países. Pero los
combates aún no están coordinados, la solidaridad internacional es
incipiente y las luchas por sí mismas no ofrecen un proyecto de sociedad
alternativa, una esperanza creíble, una utopía posible.
En escala mundial, sin embargo, existen miles de ejemplos positivos
de comunitarismo, solidaridad, anticapitalismo, desde las autonomías
indígenas, las autodefensas, las policías comunitarias, las fábricas en
autogestión, las huelgas de pequeñas ciudades enteras en defensa de
obreros despedidos, las ocupaciones de tierras, la solidaridad popular
con los emigrados en Italia, Francia, Alemania, Argentina, México. Pero
los sindicatos combativos no crean ni una televisión propia que informe,
analice, dé ejemplos, eduque en forma alternativa ni utilizan la red
social para organizar. Por eso en un país como Brasil un racista
declarado como Jair Bolsonaro puede ser presidente.
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