Daños colaterales, la cara oculta de un terrorismo de Estado por Guillaume de Rouville
Durante las guerras libradas por Estados Unidos desde la caída del Muro de Berlín, y en nombre de una cierta idea de su poder, los órganos de relaciones públicas del Pentágono comenzaron a usar la noción de "daños colaterales" para justificar y hacer aceptar a la opinión occidental actos de guerra que provocan víctimas civiles.
Durante las guerras libradas por Estados Unidos desde la caída del Muro de Berlín, y en nombre de una cierta idea de su poder, los órganos de relaciones públicas del Pentágono comenzaron a usar la noción de "daños colaterales" para justificar y hacer aceptar a la opinión occidental actos de guerra que provocan víctimas civiles. Los daños colaterales no serían deseados por los militares que deploran esos trágicos errores, frutos de información equivocada, o de fallas tecnológicas.
Ahora bien, al analizar más de cerca los eventos, se percibe que la mayoría de esos actos de guerra que segaron la vida de millares de civiles en Afganistán, Irak y Libia en los últimos años [1], no provienen de errores, de verdaderos daños colaterales, de una acción militar emprendida contra tropas uniformadas del bando enemigo, sino que fueron actos deliberadamente destinados a matar mujeres, niños y hombres indefensos.
Podríamos preguntarnos con qué objeto se cometieron tales horrores. La doctrina militar responde: para imponer el terror fuente de toda obediencia.
La doctrina militar desmiente aquí de manera brutal la propaganda política: hacer sufrir a la población civil es uno de los medios de ganar la guerra; torturar sus cuerpos es uno de los medios para someterlos; llegar a su conciencia es uno de los medios para ganar su alma (los bombardeos aliados a finales de la Segunda Guerra Mundial lo certifican ampliamente (la cuestión de si los fines los fines justifican los medios es un debate aparte).
Algunos todavía tendrán dudas y pensarán que tales medios no harán sino incitar a los no combatientes a tomar las armas y a reforzar las fuerzas en la sombra [2]. Los soldados del mundo entero lo saben bien y responden impunemente: las víctimas del terror humano no se vengan, sufren en silencio y no sueñan más que con una paz que les permita enterrar a sus muertos y hacerles el duelo. Pero todavía van más lejos: las víctimas inocentes terminan a menudo reclamando protección a sus verdugos. Llegadas al límite, desmoralizadas por tanto sufrimiento y violencia, terminan tomando la mano que les tiende el enemigo desde atrás del fusil.
Fue durante la guerra de Argelia cuando os militares franceses (principalmente los coroneles Trinquier y Lacheroy) elaboraron una doctrina que colocaba en el centro de los conflictos armados a la población civil [3] (los ingleses ya habían aplicado esta idea en Kenia a comienzos de los años 50, masacrando voluntariamente aldeas enteras de no combatientes, pero no habían tenido la idea de elaborar con esa experiencia una doctrina digna de enseñarse en las escuelas militares).
No más blancos involuntarios en una guerra inhumana, ahora las poblaciones civiles se convierten en el objetivo militar que se debe conquistar y destruir en nombre de objetivos humanos, demasiado humanos. La tortura, las ejecuciones sumarias, los bombardeos de civiles ya no solo son crímenes de guerra, sino que además son medios militares al servicio de una causa política. Los Coroneles Trinquier y Lacheroy exportarán esta doctrina a las escuelas militares estadounidenses que sabrán hacer buen uso en los países de América Latina, y muy especialmente en Centroamérica, en los cincuenta años siguientes a la guerra de Argelia [4].
Las legiones atlantistas que partieron, bajo los auspicios de la OTAN, al asalto de la ex Yugoslavia, Afganistán y Libia aplicaron también esta doctrina para imponer el American Way of Life y el liberalismo triunfante a las poblaciones refractarias. La doctrina militar del shock and awe (choque y pavor) aplicada por los Estados Unidos en la invasión de Irak en 2003 no es más que la reactivación de esta doctrina por teóricos preocupados de restaurar el corpus doctrinario militar estadounidense. Los autores de esta reedición, Harlan Ullman y James Wade [5], toman como ejemplo los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki por los Estados Unidos en agosto de 1945 y describen sin ambigüedades el efecto buscado: se trata de provocar una destrucción masiva, de seres humanos o recursos materiales, con el fin de influir sobre una sociedad dada en el sentido buscado por el que aplica el choque y el pavor, más bien que combatir directamente objetivos puramente militares [6].
Como vemos, este concepto de “daños colaterales” oculta realmente un terrorismo de Estado [7], un terrorismo de masa, un terrorismo occidental al que los medios de comunicación occidentales se adaptan fácilmente puesto que es la obra de sus amos atlantistas. Para ser sinceros hacen más que adaptarse: cometen un crimen de información cuando utilizan el término de “daños colaterales” para encubrir las acciones terroristas de sus dirigentes que tienen las manos sucias.
Es interesante constatar que este terrorismo de Estado occidental es, tomado globalmente, más mortífero que el terrorismo islámico (que no tiene más justificación desde nuestro punto de vista), un terrorismo islámico que por otra parte se puede utilizar, como en Libia y Siria, como preciosa excusa para lograr los objetivos geoestratégicos de los Occidentales y de sus élites.
Así pues, el terrorismo parece estar en el centro de la doctrina y las estrategias militares de las democracias occidentales. Para luchar eficazmente contra el terrorismo, lo que nuestros dirigentes pretenden hacer con toda energía, será necesario atreverse a concentrar todo nuestro ardor combativo contra nosotros mismos. Ya que de otro modo, la muerte de la democracia será (si no es ya el caso) el daño colateral de nuestro cinismo y nuestra hipocresía.
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