Lectura de un referendo
Escrito por
Luis Toledo Sande/ Granma
El Sí a la nueva Constitución socialista de Cuba ha sido
contundente: 86,85 % de los votos emitidos y, por el No, 9,0 %, con un
reducido número de boletas anuladas o en blanco.
El logro de la Revolución no se da en circunstancias ideales, sino
tras casi seis décadas de un bloqueo dirigido a rendir al pueblo cubano
por penurias, y a que estas, de tan prolongadas, y en medio de las
dificultades cotidianas que ocasionan, lleguen a verse como
responsabilidad del Gobierno cubano.
Por añadidura, la votación se ha hecho cuando en el mundo está en su apogeo la ofensiva neoliberal, de modo particular en nuestra América. Acaba de vivirse un capítulo especialmente intenso en la hostilidad del imperialismo estadounidense contra la Venezuela bolivariana, cuyo triunfo sobre los groseros promotores de la guerra, el saqueo y la muerte ha sido y es emocionante.
Pero sería ingenuo suponer que el imperialismo se resignará a las derrotas que el proyecto bolivariano le ha propinado. El monstruo, cuya emergencia denunció José Martí, es hoy más peligroso aún, por el poderío acumulado desde que se fundó como nación, y porque ya entró en una decadencia que puede impulsarlo a pataleos y zarpazos cada vez más violentos y abominables.
Cuba permanece en el centro de la ojeriza de la bestia, que no le perdona la «insolencia» de haberla echado de aquí y seguir defendiendo la soberanía alcanzada con el triunfo de 1959. Entre las arrogantes amenazas imperialistas contra Venezuela estuvo la afirmación de que allí, tanto como en Nicaragua y en Cuba, el socialismo tenía sus días contados. Para el proyecto cubano, airoso frente a 60 años en que se ha vaticinado su «hora final», un patriota respondió que están contados… hasta el infinito.
Pero las conquistas revolucionarias no se sostienen si no son bien defendidas, y el referendo sobre su nueva Constitución es otra prueba de la firmeza con que el pueblo cubano defiende sus afanes socialistas. El 84,4 % de participación en el referendo habría sido altísimo en cualquier circunstancia –basta ver las elecciones en Estados Unidos, con campañas «a lo serpiente», como observó Martí–, pero aún más lo es tras las mellas que cabe suponer ocasionadas en Cuba por agresiones, calumnias y bloqueo.
Hechos a lo sucio, el imperialismo y sus voceros dirán que las cifras del voto son falsas, pero saben que son reales. La limpieza del referendo del 24 de febrero se inscribe en la mostrada por la historia de las votaciones hechas en la Revolución, con urnas custodiadas por niñas y niños, y escrutinios ante la vista pública, evidencia de una democracia verdadera que sus enemigos silencian o niegan.
Que las cifras son ciertas lo sabrá también algún gurucito complaciente con las agencias capitalistas y mimado por ellas, a las que habrá halagado al coquetear con la campaña por la abstención y el No, y vaticinar que el Sí no alcanzaría más de un 60 % de aprobación. Dichas agencias deberían desentenderse de gurúes tales, que las han hecho quedar mal una vez más; pero, si los despiden, ¿con quiénes contarían para sus farsas?
El Sí que mayoritariamente ha recibido la nueva Constitución se suma a las ya incontables demostraciones de firmeza revolucionaria y fidelidad patriótica del pueblo cubano. Entre las más recientes descolló la sobrecogedora reacción de respeto, dolor y lealtad ante la muerte del Comandante en Jefe, Fidel Castro y durante las honras fúnebres que se le rindieron. La realidad histórica y el valor simbólico –real también– de su figura se fortalecieron con la retahíla de fracasados intentos que el Gobierno de Estados Unidos patrocinó y financió para asesinarlo.
A pensar en todo eso convoca el referendo que ha ratificado el palmario apoyo que la Revolución Cubana sigue mereciendo de su pueblo, junto con la admiración que suscita en distintas latitudes del planeta. Ello remite a la gran responsabilidad que la dirección del país tiene con ese pueblo, defensor y garante de la soberanía y la equidad social de la nación.
Contra el cumplimiento de ese deber seguirá operando la potencia imperialista, decadente pero con recursos para seguir haciendo de las suyas, o intentarlo, por largo tiempo aún. Su poderío se basa en la economía y en las armas, incluidos los medios propagandísticos para hacer la guerra de pensamiento, o falta de él, con la cual busca imponer su ideología a otros pueblos, para dominarlos.
En su empecinamiento contra Cuba destaca el ya mencionado bloqueo económico, financiero y comercial que se implementó en respuesta al triunfo de la Revolución, que ha sido capaz de sobreponerse a todos los designios del imperialismo. Pero la hostilidad perdurará previsiblemente mientras él exista, y pudiera seguir limitándole a Cuba, en un gran porcentaje, sus posibilidades de acción y desarrollo.
Frente a tan adversa realidad, el país tiene un gran reto que enfrentar y vencer: debe aprovechar al máximo el margen, por reducido que sea, que le quede a su alcance. Para ello tendrá que emplear con la mayor eficiencia los recursos, lo que supone administrarlos al detalle, escrupulosamente. En ese logro será fundamental la nueva Constitución.
El cuerpo de leyes que se instrumentará para hacerla realidad plena, debe garantizar el buen funcionamiento de la sociedad, lo que no se alcanzará sin la activa y consciente participación de la ciudadanía. En el terreno jurídico y constitucional le corresponde a esta cultivar y poner en máxima tensión creativa la cultura y la conducta capaces de impedir que la Carta Magna devenga letra muerta.
No se trata de fomentar precisamente una cultura civilista, como se dijo en alguno de los comentarios hechos al calor del referendo. En la historia de Cuba el civilismo se asocia a uno de los extremos que agravaron la nociva desunión de las fuerzas independentistas.
Frente a ese extremo y al que se le oponía, el militarismo, José Martí –guía eterno de la Patria y de su Constitución– logró con el Partido Revolucionario Cubano una solución política superior, válida para asegurarle al ejército mambí la libertad de acción necesaria en la guerra, y para que la república por la que se luchaba conservara, desde la contienda, su plena dignidad. Así no se convertiría en mera auxiliadora del ramo armado, ni este concentraría en su mando prerrogativas propias del alma ciudadana.
La acertada interpretación del legado de Martí no es aval para el civilismo, sino para una civilidad que se halla entre las necesidades que urge satisfacer plenamente en la sociedad cubana. Incluye ordenamiento económico y disciplina social, y mantener la justa libertad ciudadana, que sería letal confundir con la anarquía y el libertinaje, con el irrespeto a las normas de convivencia.
Para hacer realidad esos ideales urge fomentar los mejores hábitos de trabajo y métodos administrativos eficaces, y cuidar como brújula vital la advertencia hecha por Fidel cuando dijo que la Revolución no podrían derrocarla los imperialistas, sino nosotros mismos.
A esa tragedia se llegaría si no se pusiera freno a males que entorpecen el proyecto revolucionario y frustran las aspiraciones de bienestar colectivo. Entre ellos sobresalen la ineficiencia, el descontrol, la desidia, el burocratismo y el peor de todos, el que con todos los demás se relaciona y a todos calza: la corrupción, que tantas maneras tiene de manifestarse entre el pequeño robo individual, la delincuencia organizada, el abuso de autoridad, el nepotismo y otras lindezas incompatibles con el afán socialista.
No es la resignación ante esos males lo que apoya la votación dada al Sí por la inmensa mayoría del pueblo cubano al socialismo, en un referendo que rindió tributo a la guerra de liberación preparada por Martí y desatada el 24 de febrero de 1895. El aleccionador Sí es, más que un aval, el exigente reclamo de otra lucha libertadora, la que es necesario ganar contra las aberraciones mencionadas y cuantas otras quepa tener en cuenta.
Esa lucha –no se habrá dicho lo bastante– impone metas que han de cumplirse no para desmentir al imperio patrañero empeñado en aplastar a la Revolución, sino porque son de vida o muerte para el funcionamiento del país y la felicidad del pueblo. Este, dispuesto a seguir sacrificándose si fuera necesario, no vota por la resignación, sino por mantener las conquistas revolucionarias e imprimirles una calidad cada vez mayor. Junto con la convicción de que «en el imperialismo no se puede confiar ni tantito así, ¡nada!», enarbólese y hágase realidad un lema: ¡Hasta la victoria siempre!
Por añadidura, la votación se ha hecho cuando en el mundo está en su apogeo la ofensiva neoliberal, de modo particular en nuestra América. Acaba de vivirse un capítulo especialmente intenso en la hostilidad del imperialismo estadounidense contra la Venezuela bolivariana, cuyo triunfo sobre los groseros promotores de la guerra, el saqueo y la muerte ha sido y es emocionante.
Pero sería ingenuo suponer que el imperialismo se resignará a las derrotas que el proyecto bolivariano le ha propinado. El monstruo, cuya emergencia denunció José Martí, es hoy más peligroso aún, por el poderío acumulado desde que se fundó como nación, y porque ya entró en una decadencia que puede impulsarlo a pataleos y zarpazos cada vez más violentos y abominables.
Cuba permanece en el centro de la ojeriza de la bestia, que no le perdona la «insolencia» de haberla echado de aquí y seguir defendiendo la soberanía alcanzada con el triunfo de 1959. Entre las arrogantes amenazas imperialistas contra Venezuela estuvo la afirmación de que allí, tanto como en Nicaragua y en Cuba, el socialismo tenía sus días contados. Para el proyecto cubano, airoso frente a 60 años en que se ha vaticinado su «hora final», un patriota respondió que están contados… hasta el infinito.
Pero las conquistas revolucionarias no se sostienen si no son bien defendidas, y el referendo sobre su nueva Constitución es otra prueba de la firmeza con que el pueblo cubano defiende sus afanes socialistas. El 84,4 % de participación en el referendo habría sido altísimo en cualquier circunstancia –basta ver las elecciones en Estados Unidos, con campañas «a lo serpiente», como observó Martí–, pero aún más lo es tras las mellas que cabe suponer ocasionadas en Cuba por agresiones, calumnias y bloqueo.
Hechos a lo sucio, el imperialismo y sus voceros dirán que las cifras del voto son falsas, pero saben que son reales. La limpieza del referendo del 24 de febrero se inscribe en la mostrada por la historia de las votaciones hechas en la Revolución, con urnas custodiadas por niñas y niños, y escrutinios ante la vista pública, evidencia de una democracia verdadera que sus enemigos silencian o niegan.
Que las cifras son ciertas lo sabrá también algún gurucito complaciente con las agencias capitalistas y mimado por ellas, a las que habrá halagado al coquetear con la campaña por la abstención y el No, y vaticinar que el Sí no alcanzaría más de un 60 % de aprobación. Dichas agencias deberían desentenderse de gurúes tales, que las han hecho quedar mal una vez más; pero, si los despiden, ¿con quiénes contarían para sus farsas?
El Sí que mayoritariamente ha recibido la nueva Constitución se suma a las ya incontables demostraciones de firmeza revolucionaria y fidelidad patriótica del pueblo cubano. Entre las más recientes descolló la sobrecogedora reacción de respeto, dolor y lealtad ante la muerte del Comandante en Jefe, Fidel Castro y durante las honras fúnebres que se le rindieron. La realidad histórica y el valor simbólico –real también– de su figura se fortalecieron con la retahíla de fracasados intentos que el Gobierno de Estados Unidos patrocinó y financió para asesinarlo.
A pensar en todo eso convoca el referendo que ha ratificado el palmario apoyo que la Revolución Cubana sigue mereciendo de su pueblo, junto con la admiración que suscita en distintas latitudes del planeta. Ello remite a la gran responsabilidad que la dirección del país tiene con ese pueblo, defensor y garante de la soberanía y la equidad social de la nación.
Contra el cumplimiento de ese deber seguirá operando la potencia imperialista, decadente pero con recursos para seguir haciendo de las suyas, o intentarlo, por largo tiempo aún. Su poderío se basa en la economía y en las armas, incluidos los medios propagandísticos para hacer la guerra de pensamiento, o falta de él, con la cual busca imponer su ideología a otros pueblos, para dominarlos.
En su empecinamiento contra Cuba destaca el ya mencionado bloqueo económico, financiero y comercial que se implementó en respuesta al triunfo de la Revolución, que ha sido capaz de sobreponerse a todos los designios del imperialismo. Pero la hostilidad perdurará previsiblemente mientras él exista, y pudiera seguir limitándole a Cuba, en un gran porcentaje, sus posibilidades de acción y desarrollo.
Frente a tan adversa realidad, el país tiene un gran reto que enfrentar y vencer: debe aprovechar al máximo el margen, por reducido que sea, que le quede a su alcance. Para ello tendrá que emplear con la mayor eficiencia los recursos, lo que supone administrarlos al detalle, escrupulosamente. En ese logro será fundamental la nueva Constitución.
El cuerpo de leyes que se instrumentará para hacerla realidad plena, debe garantizar el buen funcionamiento de la sociedad, lo que no se alcanzará sin la activa y consciente participación de la ciudadanía. En el terreno jurídico y constitucional le corresponde a esta cultivar y poner en máxima tensión creativa la cultura y la conducta capaces de impedir que la Carta Magna devenga letra muerta.
No se trata de fomentar precisamente una cultura civilista, como se dijo en alguno de los comentarios hechos al calor del referendo. En la historia de Cuba el civilismo se asocia a uno de los extremos que agravaron la nociva desunión de las fuerzas independentistas.
Frente a ese extremo y al que se le oponía, el militarismo, José Martí –guía eterno de la Patria y de su Constitución– logró con el Partido Revolucionario Cubano una solución política superior, válida para asegurarle al ejército mambí la libertad de acción necesaria en la guerra, y para que la república por la que se luchaba conservara, desde la contienda, su plena dignidad. Así no se convertiría en mera auxiliadora del ramo armado, ni este concentraría en su mando prerrogativas propias del alma ciudadana.
La acertada interpretación del legado de Martí no es aval para el civilismo, sino para una civilidad que se halla entre las necesidades que urge satisfacer plenamente en la sociedad cubana. Incluye ordenamiento económico y disciplina social, y mantener la justa libertad ciudadana, que sería letal confundir con la anarquía y el libertinaje, con el irrespeto a las normas de convivencia.
Para hacer realidad esos ideales urge fomentar los mejores hábitos de trabajo y métodos administrativos eficaces, y cuidar como brújula vital la advertencia hecha por Fidel cuando dijo que la Revolución no podrían derrocarla los imperialistas, sino nosotros mismos.
A esa tragedia se llegaría si no se pusiera freno a males que entorpecen el proyecto revolucionario y frustran las aspiraciones de bienestar colectivo. Entre ellos sobresalen la ineficiencia, el descontrol, la desidia, el burocratismo y el peor de todos, el que con todos los demás se relaciona y a todos calza: la corrupción, que tantas maneras tiene de manifestarse entre el pequeño robo individual, la delincuencia organizada, el abuso de autoridad, el nepotismo y otras lindezas incompatibles con el afán socialista.
No es la resignación ante esos males lo que apoya la votación dada al Sí por la inmensa mayoría del pueblo cubano al socialismo, en un referendo que rindió tributo a la guerra de liberación preparada por Martí y desatada el 24 de febrero de 1895. El aleccionador Sí es, más que un aval, el exigente reclamo de otra lucha libertadora, la que es necesario ganar contra las aberraciones mencionadas y cuantas otras quepa tener en cuenta.
Esa lucha –no se habrá dicho lo bastante– impone metas que han de cumplirse no para desmentir al imperio patrañero empeñado en aplastar a la Revolución, sino porque son de vida o muerte para el funcionamiento del país y la felicidad del pueblo. Este, dispuesto a seguir sacrificándose si fuera necesario, no vota por la resignación, sino por mantener las conquistas revolucionarias e imprimirles una calidad cada vez mayor. Junto con la convicción de que «en el imperialismo no se puede confiar ni tantito así, ¡nada!», enarbólese y hágase realidad un lema: ¡Hasta la victoria siempre!
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