Ejércitos privados: mercenarios legales
Con
el surgimiento del mundo moderno que trae capitalismo y afianzamiento
de Estados, defensa de la soberanía cada vez más fue confiándose a
ejércitos bien entrenados.
De tal forma, los mercenarios —figura
histórica, legendaria, que existió desde la antigüedad en todos los
contextos (psicópatas hubo siempre)— fueron desapareciendo. La
sistematización de los ejércitos modernos inspirados en el modelo
prusiano decimonónico terminó definitivamente con los combatientes
mercenarios (no así con los psicópatas). Pero el neoliberalismo de fines
del siglo XX los trajo nuevamente.
Desde la última década del pasado siglo, la proliferación de estas
empresas militares privadas, habitualmente conocidas como
“contratistas”, ha tenido un aumento exponencial. Si bien muchas
potencias las poseen, es en Estados Unidos donde se registra el mayor
crecimiento. Entre otras pueden mencionarse: Academi (la más grande del
mundo, anteriormente llamada Blackwater —nombre que debió cambiar por
cuestiones de imagen al haber sido denunciada por tremendos excesos en
las operaciones en que participó—, “Una prolongación patriótica de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”,
según dijera uno de sus fundadores), DynCorp, Aegis Defense
Services,G4S, CACI, Titan Corp,Triple Canopy, Unity Resources Group,
Defion International. La gran mayoría de ellas son de origen
estadounidense, pero el fenómeno se expandió por todo el mundo. Incluso
Rusia, retornando al sistema capitalista, también presenta estos
“contratistas”.
Varios son los motivos que explican este impresionante crecimiento:
por un lado, el fabuloso negocio que representan. En la actualidad estos
ejércitos privados mueven más de 100 000 millones de dólares al año.
Como dice el epígrafe de Scahill: “La guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien”.
Las guerras de Irak y Afganistán, formalmente desplegadas por
coaliciones multinacionales, pero en verdad lideradas por las fuerzas
armadas de Estados Unidos, marcaron el uso abierto de ejércitos privados
(mercenarios), pagados con dineros federales por Washington. Para
inicios del 2008 había en Irak más contratistas privados (se calculan
190 000) que tropas regulares del ejército. Según un informe del
Congreso de ese país, en la guerra del Golfo Pérsico se pagaron 85 000
millones de dólares en el período 2003-2007, lo cual representa el 20%
de todo lo desembolsado por Estados Unidos en esa contienda.
(Los contratistas de guerra) no son sólo manzanas podridas: son el fruto de un árbol muy tóxico. Este sistema depende del maridaje entre inmunidad e impunidad. Si el gobierno empezara a golpear a las empresas de mercenarios con cargos formales de acusación de crímenes de guerra, asesinato o violación de los derechos humanos (y no sólo a título simbólico), el riesgo que asumirían estas compañías sería tremendo. (…) La guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien”, según Jeremy Scahill.
Otro gran motivo que fundamenta este crecimiento es de orden
político: resentida aún del síndrome de Vietnam (con alrededor de 60 000
muertos), la clase dirigente estadounidense y su administración federal
prefieren ocultar el número de bajas en sus aventuras bélicas. Los
contratistas, al no ser soldados regulares de sus fuerzas armadas, pasan
más desapercibidos para lo opinión pública.
Existe otro motivo más, no muy explícito, pero de gran peso: los
mercenarios, por no ser miembros de una fuerza regular sino personal
“independiente”, no están sujetos a regulaciones internacionales que
norman las guerras, como las Convenciones de Ginebra. Si bien Estados
Unidos firmó esos tratados, no los ratificó, por lo que no se somete a
ellos. De esa cuenta, los ejércitos privados están en un cierto limbo
legal, lo cual les excluye del Derecho Internacional. Así, las tropelías
y excesos que puedan cometer (y que de hecho cometen) quedan
relativamente fuera de toda normativa. Ejemplos al respecto hay
numerosos. La tristemente célebre empresa Blackwater, ahora rebautizada
Academi para borrar su anterior mala imagen, está asociada a los peores
crímenes de guerra, pero pese a ello, el gobierno federal de Estados
Unidos sigue asignándole millonarios contratos. La corrupción y la
impunidad, como se ve, no son patrimonio de los “atrasados” países del
Sur. (A título complementario: Donald Trump insiste enfermizamente en la
construcción del muro en la frontera con México… ¡porque está ligado a
empresas constructoras!).
Las empresas contratistas militares se especializan en todo tipo de
servicio que tenga que ver con una avanzada bélica; se encargan de
aspectos logísticos y aprovisionamiento de la tropa, de
telecomunicaciones, tareas de enlace, vigilancia, adiestramiento de
combatientes y, por supuesto, de combate abierto (las torturas o
acciones “oscuras” no se declaran, pero también las hacen, como fue el
caso de la famosa cárcel de Abu Ghraib, en Irak, o las operaciones
encubiertas para provocar a Venezuela realizadas desde territorio
colombiano, donde participan “paramilitares” de difusa procedencia). En
lo tocante a lucha frontal, la experiencia de numerosas intervenciones
en distintos puntos del globo muestra que efectivamente tienen una gran
capacidad operativa, pues actúan al lado de las fuerzas regulares, en
muchos casos con vehículos blindados, helicópteros artillados y
armamento de asalto de alta tecnología.
El personal que contratan está dado, en general, por ex miembros de
ejércitos con alta capacitación y experiencia de combate; muchas veces
son comandos especializados, soldados de élite (a tal punto, que muchos
cuerpos de estas unidades regulares de lujo se han visto afectados, dado
que sus integrantes prefieren la paga de una empresa privada a la
recibida en su puesto estatal). Un mercenario en algunas de estas
contratistas puede llegar a cobrar 1000 dólares diarios. El negocio de
la muerte paga bien, sin dudas. ¡Eso es el capitalismo!
Dentro de las fronteras estadounidenses, después de la fiebre
paranoica desatada con la caída de las Torres Gemelas en el 2001,
proliferaron estas empresas privadas ofreciendo “seguridad”. De ahí que
hoy es común ver a contratistas custodiando puertos, aeropuertos,
cárceles y centrales nucleares. Salvando las distancias, sucede lo mismo
que en un “pobre paisucho atrasado” como Guatemala; allí, ante la
proliferación fabulosa de agencias de seguridad privada (¡que no pagan
1000 dólares diarios a sus agentes contratados!), es aleccionador lo
dicho por un ex pandillero: “No soy sociólogo ni politólogo, pero me
doy cuenta que hay una relación entre un chavo marero al que le dan la
orden de cobrarle extorsión a todas las tiendas de una comunidad y el
diputado que tiene una agencia de seguridad, y al día siguiente está
ofreciendo sus servicios”.
El negocio de la guerra, o si se quiere, el negocio de la violencia
—que se alimenta del miedo de la gente— da muy buenas ganancias.
Palabras altisonantes como libertad, democracia, derechos humanos y
otras preciosuras por el estilo, quedan perforadas por los disparos. “Donde hay balas sobran las palabras”, rezaba una pinta callejera en algún arrabal latinoamericano. Lamentablemente, es cierto.
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