El encanto del Che
Estados Unidos es un país con una diversidad de culturas,
impresionante. En la parada de un semáforo, esperando cruzar la avenida,
puede haber cincuenta personas y todas son de distinto país y todas
tienen una historia, un pasado, una raíz. La cantidad de religiones y
pensamiento político es también así de variada. En una reunión social,
en un restaurante, en un simple supermercado o en el parque se puede
encontrar una variedad de culturas e idiomas que es imposible
identificar.
Y me he encontrado con personas de países que yo no sabía
que existían y que me han tenido que enseñar en el mapa, que al entablar
conversación conmigo me preguntan por el Che, Allende, Chávez y Fidel.
Como esperando a que yo les cuente historias de esos mitos, que dan por
sentado que me sé de memoria. Y ahí están como niños esperando a que les
cuenten un cuento.
Y ahí estoy yo frente a ellos, una guatemalteca emigrada,
crecida en la época de la desmemoria, sin mucho qué contar porque sé muy
poco, uno no se pone al día en tres lecturas de todo lo que le
ocultaron toda la vida, en un sistema previamente estructurado para el
éxito de la ignorancia colectiva. Y lo preguntan con el asombro por el
alcance internacional de estas figuras. Y uno se siente pequeñito, casi
una nada, ante esa enorme responsabilidad.
Y sucede algo muy curioso, la gente da por sentado que
porque uno es de Latinoamérica se sabe de pe a pa la historia del
continente (y deberíamos) entonces preguntan por el Che, como si fuera
un amigo de la cuadra, o por Allende como si fuéramos del mismo pueblo, o
por Cuba como si allí hubiéramos nacido en la misma parcela que Fidel.
¡Chávez, Chávez!, dicen emocionados como si uno hubiera crecido
vendiendo dulces de araña con el niño en Sabaneta de Barinas.
Entonces hablan de Suramérica como si allí quedara a la
vuelta del bulevar principal del barrio donde crecí. O dicen México como
si quedara a la par de Brasil o dicen Panamá como si colindara con
Chile. Y así con la misma emoción esperan que yo conteste y les hable de
la cultura, de la política y de la historia del continente.
Y es una enorme responsabilidad el solo hecho de mencionar
el nombre de estos mitos. Porque siempre lo he dicho, uno puede admirar
a personas revolucionarias que cambiaron la historia del mundo, pero
jamás decir que es una de ellas, porque una cosa es admirar y otra
hacer. Ahí radica la diferencia porque lo que está de por medio son las
agallas y la entereza para pasar del pensamiento a la acción. Estamos a
años luz de los verdaderos revolucionarios que descansan en la grandeza
de la inmortalidad. No fue poco lo que sacrificaron.
Entonces les cuento lo poco que sé, con la misma emoción
de niños jugando rondas en la calle del barrio. Y me encanta poder
compartirles a otras personas sobre los mitos mundiales que ha parido la
Patria Grande. En lo que les hablo del Che los llevo a México a conocer
a las Adelitas, y en cuanto les cuento de Fidel, les narro la historia
de Pancho Villa y Emiliano Zapata. Juana Azurduy, les digo, como si ahí
hubiéramos crecido en la misma manzana de tierra.
Y les pinto colores mostaza y color tierra, verde
esperanza y rojo fuego, azul mar bravío y cielo desnudo en día de
verano, y ven el verde sierra de Las Minas y el blanco algodonado de los
Andes Nevados. La tierra roja de Salamá y el amarillo encendido de las
piñas de Misiones. Y van y vienen recorriendo por el río Magdalena, el
Amazonas y la sierra Tarahumara la Latinoamérica milenaria: con sus
dolores, su cultura, sus mitos y sus colores.
Y les brillan los ojos cuando les hablo del Che, con solo
ver los zapatos que llevaba puestos el día de su captura, uno comprende
la grandeza inmortal de un ser humano que fue avanzado a la época que le
tocó vivir y, que dejó todo por ir en busca de la libertad de los
pueblos, no solo de Latinoamérica, del mundo.
Y todo comienza con él, cuando digo que soy
latinoamericana inmediatamente lo nombran, el Che es el imán y quien en
lo político a nivel internacional es la carta de presentación de la
América Latina herida pero en resistencia. Che, Che Guevara, me dicen
como con sed, como con hambre, como esperando encontrar la sombra de un
árbol en el sol abrasador del desierto.
Y soy yo la encargada, en ese instante de alcanzarles un
vaso de agua, y les cuento que el Che nació en Argentina y no en Cuba,
se les viran los ojos por el asombro, pero les digo que es de todos: que
el Che es asiático, africano, europeo, negro, blanco, porque su
naturaleza es esencial de los seres que aman la tierra como aman la
vida.
Y me siento privilegiada por que él me da la oportunidad
de mencionar su nombre y contar su historia, a mí que en total
ignorancia trato de conocer la historia de la Patria Grande que él tanto
amó. Latinoamérica se ve distinto dentro y fuera de las fronteras,
estar del otro lado, siempre trae consigo una responsabilidad que viene
de la mano de la Memoria Histórica.
Y aunque parezca todo lo contrario, no soy conocedora en
absoluto, apenas hace 3 o 4 años que comencé a despertar de la modorra
colectiva, apenas sabía mi nombre, más nada, y sigo asombrándome todos
los días, cuando descubro emocionada la raíz de la Latinoamérica
ancestral que los mitos han honrado.
¿Y nosotros, simples mortales, para cuándo?
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com/2017/10/30/el-encanto-del-che/
Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunainquilina.com
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