Fortalecer el sistema de partidos políticos
José Murat
Inmersos ya, de acuerdo con el calendario
legal, en el proceso electoral federal de 2018, la preocupación común
de quienes genuinamente están comprometidos con la profundización de la
democracia mexicana, más allá de los proyectos específicos de nación,
debiera ser en primer lugar cómo fortalecer, y no cómo socavar, a las
instituciones de la República, en particular el sistema de partidos
políticos.
Suele pasarse por alto, en los análisis de coyuntura y los estudios
de opinión del día a día, que tiene apenas cuatro décadas que México
comenzó a transitar de un sistema de partido prácticamente único a un
país con una verdadera pluralidad de opciones, una realidad de jure y de facto,
para renovar los poderes Ejecutivo y Legislativo, tanto en el ámbito
federal como en las jurisdicciones estatales y municipales.Apenas en 1977, hace exactamente 40 años en efecto, se terminó de procesar una reforma política y electoral incubada en las postrimerías del sexenio anterior, que oxigenó la relación de los poderes del Estado con los ciudadanos, los depositarios originales de la soberanía, para hacer ahora sí pública la vida pública, como demandaba el liberal don Daniel Cosío Villegas, y no monopolio de una sola fuerza política, por legítimo y social que fuera su origen.
Con esa reforma trascendental se abrió el abanico de opciones de elección para pasar de cuatro a siete partidos políticos, incluido el Comunista Mexicano, y con el tiempo llegarían no sólo la representación plural en las cámaras de los congresos de la Unión y los estatales, sino la alternancia política en la Presidencia de la República, la mayoría de las gubernaturas y en miles de gobiernos municipales.
Esa nueva correlación de fuerzas políticas, una fotografía dinámica y ya nunca estática, fue hecha posible gradualmente a partir de un andamiaje legal e institucional que incorporó un órgano electoral ciudadanizado y profesional, un tribunal para dirimir las controversias dotado de plenas facultades jurisdiccionales y, sobre todo, reglas equitativas de competencia, financiamiento y acceso a los medios de comunicación.
Ahora la competencia electoral se ha enriquecido con la figura de los candidatos independientes, una vez que, al igual que los partidos, para tener acceso al registro legal deben cumplir algunas condiciones –si bien onerosas y complicadas, a juicio de varios analistas–, a fin de poder competir y figurar en la boleta definitiva en la que se habrá de plasmar la voluntad ciudadana.
Ese patrimonio político, ese activo democrático de los mexicanos, que es el sufragio efectivo, bandera principal de la Revolución Mexicana, no debe desdeñarse ni dilapidarse a partir de juicios apresurados que descalifican la vida institucional del país, que no encuentran significado, y mucho menos valor, en el esfuerzo compartido y prolongado de construcción de reglas y criterios para procesar las diferencias, renovar los poderes públicos, dar civilidad a la convivencia política, elegir y desechar; en suma, para votar y botar al gobernante, como sintetiza con lucidez el ensayista e historiador Enrique Krauze.
Ese piso común que permite hoy la coexistencia y la competencia política de un México plural, y ya jamás monolítico, con apego a normas jurídicas y códigos de urbanidad, no debe demolerse, porque caeríamos todos, no sólo los partidos políticos, sino el país mismo y cada mexicano en lo personal, en una lógica de perder-perder.
Eso no significa dejar de señalar como analistas y combatir
como ciudadanos y actores políticos errores, desviaciones e
insuficiencias de una democracia siempre perfectible, una democracia que
no tiene por qué ser cara y tampoco perder su carácter de activo
público.
Siempre es importante tener presente que, para empezar, los partidos
políticos –según definición constitucional en su artículo 41, fracción
I–
son entidades de interés público; la ley determinará las normas y requisitos para su registro legal, las formas específicas de su intervención en el proceso electoral y los derechos, obligaciones y prerrogativas que les corresponden.
En los momentos torales de agitación y pérdida de perspectiva en
algunos actores es oportuno revisar las lecciones de la historia,
evaluar capítulos que marcaron un antes y un después para la humanidad
en la edificación de las instituciones republicanas, como la revolución
francesa, pues todo mundo recuerda el legado de valores universales
plasmados en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
emitida en 1789, pero no el complejo proceso, los encuentros y
desencuentros y los costos que supuso para sus protagonistas,
principales y periféricos.
Todos aprecian la manera en que esos valores hoy nutren el contenido
fundamental de las constituciones políticas en las democracias
liberales, por ejemplo, el capítulo de derechos humanos –antes de
garantías individuales–, la parte dogmática de la Constitución mexicana
de 1917: los principios de igualdad de todos ante la ley; la libertad de
conciencia, expresión y prensa; el criterio de irretroactividad de la
ley y debido proceso, así como en la parte orgánica el principio toral
de que la soberanía reside en el pueblo y el gobernante sólo es un
mandatario.
Esos valores y principios son hoy un patrimonio universal, pero no
debemos perder de vista también que el cambio, lo mismo revoluciones
sociales que reformas estructurales, siempre genera resistencias, y que
actores de primer orden, como Louis de Saint-Just, Georges-Jacques
Danton y Maximilien Robespierre, incluso perdieron la vida, el primero
por sus excesos represivos, el segundo por acusaciones de corrupción y
el tercero por pervertir –una modalidad de corrupción– el espíritu y los
fines de la revolución.
Tardó mucho para que en un contexto de desconfianza exacerbada y
ajustes de cuentas de unos a otros los principios decantaran en
instituciones. El proceso fue innecesariamente doloroso, lastimó a
muchos y en todos los bandos, pues faltó el ingrediente de civilidad
política y el espíritu de cuerpo, el sentido de pertenencia a la misma
nación.
Hoy es preciso preservar y fortalecer la democracia integral y el
andamiaje institucional, comenzando por el sistema de partidos, y no
dinamitar la casa común de todos. Que los valores generales precedan a
los intereses grupales y los cálculos personales. Hay mucho que
conservar y mucho que transformar. Las instituciones no son la meta,
pero sí el camino, el camino necesario para construir el futuro
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