martes, 2 de mayo de 2017

Comicios y delincuencias
Pedro Miguel

Una parte del aparato estatal y de los territorios geográficos y sociales del país están bajo el control de distintas delincuencias. En la punta de la pirámide institucional impera una delincuencia de cuello blanco que intercambia con sus corporaciones favoritas bienes públicos y contratos por dádivas millonarias, saquea en su propio beneficio las arcas públicas, perpetra o encubre crímenes de Estado, permite defraudaciones fiscales astronómicas y no tiene más horizontes que el de seguir aplicando a rajatabla los lineamientos económicos, políticos, diplomáticos y estratégicos procedentes de Washington y mantenerse en el poder por tiempo indefinido y al precio que sea.

Llegada a la Presidencia por medio de un golpe de Estado incruento el 6 de julio de 1988, esa delincuencia gubernamental ha operado de manera tal que, en forma planificada o sin proponérselo, ha ido generando a su alrededor otros círculos delictivos. El vaciamiento del campo y el enorme desempleo urbano generados por la primera fase del neoliberalismo crudo, aplicada por Salinas, no sólo se tradujeron en éxodos hacia las urbes del país y hacia Estados Unidos, sino que también dieron un impulso demográficamente significativo a la conformación o consolidación de cárteles de la droga y sus derivados: gerencias de traficantes de personas y divisiones dedicadas a la extorsión y al secuestro. Es lo que el discurso oficial llama delincuencia organizada.

Los procesos de descomposición institucional relativamente recientes y las prácticas corruptas inveteradas generaron un espeso tejido de complicidades y articulaciones entre esa delincuencia y la gubernamental; ese tramado, a su vez, explica la imposibilidad del régimen de esclarecer, sin incriminarse a sí mismo, la atrocidad de Iguala y el destino de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

En la base de la pirámide los efectos acumulados de siglos de marginación y de décadas de deliberada expulsión de la economía de millones de personas han creado el caldo de cultivo para una delincuencia social, que es la evolución inevitable del viejo modelo corporativo priísta en las condiciones neoliberales. En este segmento se inscriben grupos de choque, estructuras paramilitares, mecanismos de control de masas como el movimiento antorchista y grupos informales a los cuales se recurre cuando es necesario sembrar el pánico o desviar la atención, como ocurrió en los saqueos a comercios perpetrados en enero pasado para desvirtuar las protestas por el gasolinazo.

El cuarto círculo delictivo es el electoral. Por su naturaleza misma se echa a andar en coyunturas y articula a elementos de la cúpula de la pirámide (presidentes de la República, magistrados electorales, consejeros electorales) con contratistas y proveedores de toda suerte (desde servicios informáticos hasta abastecedores de despensas), con las dirigencias de los partidos del régimen y con la base social, organizada o no, mediante un manejo territorial de compra del voto.

En la versión oficial, el gobierno combate a la delincuencia, y punto. La verdad es que sólo se enfrenta con un sector de ella (la organizada, más los infractores individuales y sueltos) y que lo hace en forma selectiva, en función de sus alianzas coyunturales con cárteles o grupos locales.

De acuerdo con la información disponible, estas cuatro modalidades de delincuencia se han puesto ya en acción ante la angustia del régimen por la posibilidad concreta de perder el poder en el bastión tradicional de su grupo dominante: el estado de México.

La elección inminente en esa entidad será, por lo que puede verse, una disputa entre una ciudadanía harta, consciente y organizada, y cuatro estamentos delictivos que usarán todo el catálogo de prácticas abominables con tal de mantenerse en el ejercicio del gobierno local. Será, pues, un ejercicio de liberación y emancipación en toda la regla que amerita una movilización sin precedente.

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