Ayotzinapa y ese diabólico mecanismo de represión
“Destierro, encierro o entierro” era la fórmula amenazante para disuadir a opositores y críticos. Las opciones iban de menos a más, aunque las tres fueran odiosas y temibles. Para evitar el encierro o el entierro (por paseo o fusilamiento), mi padre, el republicano español don José María Ferrer Alonso, tuvo que optar por el destierro al final de la guerra civil, tras la derrota de la República por los nazis de Francisco Franco.
El destierro del republicano en derrota no fue tan doloroso, pues tuvo la fortuna de llegar a México, verdadera tierra de promisión, donde gracias a la generosidad del general Lázaro Cárdenas pudo rehacer su vida y, yo creo, ser razonablemente feliz hasta el final de sus días.
La tétrica fórmula fue también aplicada en el siglo pasado por las dictaduras latinoamericanas y caribeñas. Fidel Castro sufrió encierro y destierro. Antes que él, desde luego, también su maestro y guía, José Martí, sufrió el dolor del destierro. Martí murió en combate luchando por la independencia de su patria. Y Fidel volvió del exilio para llevar a la victoria a los patriotas y revolucionarios del Granma.
Pero al paso del tiempo, en América Latina la fórmula fue monstruosamente adicionada con un cuarto elemento. Al destierro, al encierro y al entierro se agregó la desaparición forzada, diabólico mecanismo que buscaba, y en muchas ocasiones lo consiguió, paralizar por medio del terror a críticos y opositores.
Casi no hubo país del subcontinente que no haya padecido el nuevo y aterrador flagelo. Desde el gigante Brasil hasta el Pulgarcito El Salvador. Pero quizás el primer lugar en ese concurso de infamia lo consiguió la dictadura Argentina. En el país del Plata la desaparición forzada no fue un recurso ejemplarizante, sino una política generalizada que desapareció (chupó, decían los encargados de la tarea) a decenas de miles de personas. Treinta mil, según algunas fuentes; 40 mil de acuerdo con otras.
La desaparición, desde luego, implicaba el encarcelamiento, la tortura, el robo de infantes de las mujeres que, detenidas estando embarazadas, tenían la desgracia de parir en cautiverio, y finalmente el asesinato. Largo catálogo de crímenes en el que ninguno borra a los demás, pero cuyo origen puede establecerse en el inicial: la desaparición forzada.
En México y durante décadas, la desaparición forzada ha sido recurso frecuente. Y se ha puesto en práctica cuando el amago del destierro, el encierro o el entierro no ha sido suficiente para dominar a críticos y opositores.
Normalmente, tras la realización de algunas desapariciones, el terror se apodera por un cierto tiempo de individuos y organizaciones insumisos. Pero no ha sido este el caso mexicano tras las 43 desapariciones forzadas de Iguala-Ayotzinapa.
No sólo los destinatarios del mensaje del horror no se han asustado, sino que, por lo contrario, se han tornado más insumisos, más radicales, más valerosos, más audaces, más críticos, más rotundamente opositores.
Padres, familiares, amigos, compañeros, correligionarios y simpatizantes de las 43 víctimas, además de vastos sectores sociales no se han dejado aterrorizar. Y siguen en su actividad opositora. Y a partir de los criminales hechos de Iguala, han sumado a su catálogo de demandas la aparición con vida de los 43 desaparecidos.
Es claro que los 43 muchachos desaparecidos quizá ya han sido asesinados. Pero como en el caso argentino, el asesinato no borra la desaparición, que es la categoría esencial para buscar justicia y la reparación del daño.
Y máxime cuando, arrojados al mar, sepultados en fosas clandestinas, incinerados o esparcidos, los cuerpos no aparecen, hecho que, jurídicamente hablando, indudablemente perfecciona el tipo penal de desaparición forzada.
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