Toluca: San Cristóbal, reditado
Tras el encuentro cumbre de gobernantes de América del Norte realizado ayer en Toluca, con la participación del anfitrión, Enrique Peña Nieto; el premier canadiense, Stephen Harper, y el presidente estadunidense, Barack Obama, la nota principal no está en ninguno de los temas urgentes de la relación trilateral –migración, tráfico de armas, comercio, crecimiento económico y cooperación en diversos ámbitos–, sino en los posicionamientos de Obama ante la crisis ucraniana y ante el conflicto que se vive en Venezuela, alentados ambos por Washington. De la primera, el mandatario estadunidense lanzó amenazas tan ominosas como injerencistas; del segundo, se quejó por la reciente expulsión de diplomáticos de su país en Caracas –medida adoptada ante las actividades intervencionistas y desestabilizadoras realizadas por ellos– y pretendió girar instrucciones a sus homólogos sobre cómo enfrentar la polarización actual en el país sudamericano.
Con tales declaraciones, el político afroestadunidense minimizó y eclipsó la relevancia del encuentro y desvió los reflectores hacia ámbitos mundiales ajenos al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). La descortesía y la arrogancia constituyen una asombrosa réplica de la conducta asumida por George W. Bush, antecesor de Obama en el cargo, el 16 de febrero de 2001, durante su visita al rancho San Cristóbal, propiedad del entonces presidente Vicente Fox: si bien en ese encuentro los dos mandatarios acordaron “diseñar una nueva política migratoria” –compromiso que nunca se cumplió–, el texano sacó los temas bilaterales del centro de la atención mediática y se dedicó a dar declaraciones sobre la agresión bélica que su gobierno y el británico habían realizado ese mismo día contra Irak. La grosería prefiguró la conducta despectiva que habría de mantener la administración Bush a lo largo del sexenio del guanajuatense.
En la circunstancia actual, el gesto de descortesía –se sabe que la diplomacia funciona con un lenguaje simbólico– es aún más injustificable que hace 13 años, por cuanto el presidente Peña Nieto promovió y promulgó una reforma energética contraria al interés nacional, pero benéfica para los corporativos estadunidenses que la venían reclamando desde hace muchos años a fin de poder invertir en la industria petrolera de nuestro país y controlar varias de sus actividades sustanciales. Con ese antecedente inmediato cabía esperar, cuando menos, una actitud de mayor deferencia al anfitrión de Toluca.
Es cierto también que, de no ser por sus acciones favorables a los intereses empresariales del país vecino, Peña Nieto llegó al encuentro trilateral en una postura de menor solidez política que la que tenía Fox a inicios de su mandato, no sólo porque el segundo llegó a la Presidencia a consecuencia de un proceso electoral incuestionado, sino también porque, en el lapso transcurrido desde entonces, el proceso de descomposición institucional en México se ha agravado y extendido y se ha ampliado la distancia entre el país formal y el resto. Esa distancia ha generado un extendido descontento en amplios sectores de la sociedad. Síntoma de ello es la manifestación de electricistas, campesinos y ex braceros que tuvo lugar ayer mismo en la capital mexiquense y que desembocó en un zipizape por la presencia de infiltrados en la marcha.
En suma, el encuentro cumbre de ayer en Toluca parece haber sido una oportunidad –una más– desaprovechada para empezar a resolver en forma bilateral los conflictos presentes en la relación entre Estados Unidos y México
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