El Estado sin petróleo
León Bendesky
El petróleo nacionalizado en 1938 se convirtió con el tiempo en un recurso para alimentar al Estado. La riqueza que debió haber generado como un recurso estratégico de la nación lo engrosó hasta la obesidad con una fuente prácticamente inacabable de recursos que financia a un ogro que ni siquiera pudo ser filantrópico (dixit Octavio Paz).
Hasta una tercera parte de los recursos fiscales que recibe anualmente el Estado provienen de las transferencias que por medio de los impuestos hace Pemex al fisco.
Esta situación fue sin duda provechosa para establecer el régimen político-burocrático vigente. Hoy parece ya no serlo, según puede desprenderse de las iniciativas de reforma energética y hacendaria del gobierno. La forma de plantearlo es cambiando el modo de explotación del crudo y sus procesos de transformación. La vía son los contratos de participación con empresas privadas –nacionales y extranjeras– y ello conlleva la modificación de los artículos 27 y 28 constitucionales, sobre todo el primero de ellos.
Visto de una manera integral puede apreciarse que el uso de tan grande fuente de recursos no significó contar con un sistema educativo de calidad, con suficiente cobertura y que fuese un cimiento del desarrollo social y económico. ¿Será casualidad que se haya creído necesario hacer la reforma educativa junto con la energética?
Dicho uso de la “renta petrolera” no sirvió para abatir los enormes grados de desigualdad que existen, a pesar de los entusiastas análisis del empuje de las clases medias como procesadoras del consumo de bienes y servicios y de las viviendas. El primero está abatido y las segundas con la quiebra de la mayoría de las empresas que fueron estandartes del auge en ese sector.
No se abate la pobreza ni se reduce la diferencia en los ingresos no sólo entre los segmentos en los que las estadísticas dividen cada 10 por ciento de los hogares y tampoco al interior de los mismos. Los datos de las Encuestas Nacionales de Ingreso Gasto de los Hogares confirman plenamente esta condición crónica.
Eso es lo que está detrás de las reformas liberalizadoras, tal y como se han hecho desde mediados de los años 80. Su manifestación es la falta de crecimiento, ya habitual, de la producción y del empleo, en las grandes distorsiones en el uso de los recursos y en el esquema de financiamiento a las empresas. Ahí está, pues, la reforma financiera que pretende aumentar los flujos del crédito y reducir su costo.
La reforma energética cortará de tajo el cordón umbilical del gobierno con la explotación del petróleo. La rentabilidad de Pemex habrá de quedarse ahí para que sea funcional con los nuevos esquemas de operación de la industria. Esto no garantiza que finalmente se vuelva una empresa ejemplar, como tantas veces se ha propuesto.
El asunto clave es cómo reponer la pérdida de una corriente casi automática de recursos que financian más de 30 por ciento del presupuesto. Entra la reforma hacendaria. Esta reposición sólo puede venir de los impuestos. El sistema impositivo es inequitativo y no podía ser de otra manera en el marco de la desigualdad económica prevaleciente. Pero esta no es sólo una cuestión de índole ética, dejémosla incluso por este momento de lado. Tiene un aspecto crucial en términos de la capacidad de generar un mayor gasto en inversión productiva que jale el crecimiento económico. De lo que se trata es de generar riqueza.
Las exportaciones no han sido la locomotora que se pretendió con la avalancha de tratados de libre comercio que se han firmado, en especial con Estados Unidos. En la época en que aquella economía crecía y le abastecíamos de autos y material eléctrico y electrónico y, de modo sobresaliente de fuerza de trabajo, eso no repercutió aquí en el crecimiento. Lo hará aún menos en un periodo en que allá no se vislumbra una recuperación sostenida y donde la gestión monetaria de la crisis no ha resuelto las fragilidad financiera interna y, dado el papel del dólar, tampoco la global.
Así que aumentarán los impuestos. Se gravarán más productos con el IVA, los más posibles, se elevará el impuesto sobre la renta y una serie de tributos diversos a productos especiales como los refrescos y otros. Los impuestos no afectan a todos de la misma manera. Quienes ganan poco destinan una alta proporción de su ingreso en comida, ahora podrán consumir menos; los de ingresos medios tendrán que distribuir su gasto y seguramente reducirlo. Del lado de las inversiones es un hecho que las empresas invierten menos si tienen que pagar al fisco y, además, cubrir las contribuciones laborales.
El gobierno no podrá compensar la caída de la demanda agregada con su gasto. La política hacendaria se plantea como eminentemente recaudatoria y su dinámica puede llevar a un resultado por debajo del estimado. La política de precios oficiales no podrá reducirse y se seguirá pagando cada vez más por la gasolina, el gas y la electricidad.
El Estado es un gran devorador de recursos por su misma naturaleza política y burocrática. Las reformas se debaten, todas al mismo tiempo, y en un escenario conflictivo, que es cuando menos muy incierto y lo será en tanto no cambie su actual estructura genética. Se trata, en el fondo, de la política y sus costumbres.
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