Autodefensas e institucionalidad fallida
Más allá de las diferencias inocultables entre las distintas expresiones de autodefensa armada que han salido a la luz pública en semanas y meses recientes –particularmente en entidades como Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Chiapas y Morelos–, el denominador común de todas ellas es un clima generalizado de zozobra y exasperación ante el colapso de la seguridad pública en el país, una sensación compartida de que las leyes no son respetadas o se aplican de manera facciosa y una profunda pérdida de confianza en las autoridades, no sólo por su incapacidad para brindar protección a la ciudadanía en general, sino también por el desprecio y la arrogancia en su trato con los entornos rurales y comunitarios, en particular.
Es significativo que ese deterioro se haya acelerado en forma pronunciada durante el desarrollo de la “guerra” contra el narcotráfico emprendida por el gobierno federal en el sexenio pasado, cuyo objetivo, de acuerdo con el discurso oficial, era restablecer el imperio de la ley y el estado de derecho en las franjas del país donde operaban los grupos delictivos. En efecto, durante los pasados seis años las acciones gubernamentales se centraron en acabar con los infractores de la ley –circunstancia que causó la muerte de decenas de miles de individuos, incluyendo un número indeterminado de “bajas colaterales”–; se equiparó a los delincuentes con “enemigos de México” y se orientaron las acciones militares y policiales al abatimiento y captura de capos mayores y menores, cuyo impacto en la estructura de la criminalidad fue más mediático que real.
En contraste, mientras que se destinaron presupuestos millonarios a las dependencias federales designadas para hacerse cargo de la seguridad pública, las autoridades fueron omisas en el fortalecimiento y la depuración de las corporaciones policiacas de los tres niveles de gobierno, particularmente el municipal, y en el acercamiento de éstas con la sociedad –condición necesaria para que tenga éxito cualquier política de seguridad. En el curso de la cruenta y confusa “guerra” calderonista, cuya dinámica de violencia y muerte no se ha disipado durante los primeros 100 días del gobierno de Enrique Peña Nieto, en muchas entidades se fortaleció y amplió la percepción de que el poder público abdica de su responsabilidad más básica –la de garantizar la vida y la integridad física de los ciudadanos– y de que, a medida que avanza la violencia indiscriminada, no queda más remedio que recurrir a la autoprotección.
Tal perspectiva resulta doblemente trágica: por un lado, porque presenta a la seguridad –una condición que debiera ser garantizada por el Estado– como algo a lo que sólo se puede acceder en la medida en que se toman acciones por mano propia, y, por el otro, porque hace que parezcan carentes de sentido la elaboración de leyes, la existencia de corporaciones policiales y de instancias de procuración de justicia, y, en general, los mecanismos diseñados para preservar el monopolio estatal de la violencia y de la coerción legítimas.
Tan improcedente como las descalificaciones automáticas que se han formulado en contra de las autodefensas comunitarias –a las que se equipara sin mayor reparo y análisis conceptual con grupos guerrilleros o paramilitares– resultaría la pretensión de que ese tipo de expresiones se conviertan en regla ante el retroceso generalizado del estado de derecho, no sólo porque ello contravendría la legalidad y las nociones más elementales del pacto social, sino porque albergaría el riesgo de que el vacío de autoridad fuera llenado no por grupos emanados de las comunidades, sino por la delincuencia organizada; de que se multiplique el baño de sangre que azota al país, y de que se consuma, por esa vía, el declive de una institucionalidad estatal que actualmente se encuentra muy próxima a la condición de fallida.
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