La recurrente fiebre malvinera y el antimperialismo
Guillermo Almeyra
Antes que nada, una premisa. Las Malvinas son argentinas pues fueron arrebatadas por la fuerza, pobladas con colonos extranjeros y mantenidas con la ocupación británica desde los primeros años del siglo XIX, en 1833, y desde entonces todos los gobiernos argentinos denuncian regularmente ese despojo. Sin embargo, el reclamo por las Malvinas sólo pasó al primer plano de la política nacional durante dos periodos: el del comienzo de la agonía de la dictadura militar, jaqueada por huelgas, manifestaciones y movimientos de masas, y el de la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. En efecto, ésta no dijo ni hizo nada importante al respecto durante su primer mandato o cuando era senadora durante el menemismo, y la misma cuasi mudez tuvieron todas las dictaduras que se sucedieron desde 1955 hasta 1976, así como los gobiernos de Perón y del peronismo. Si la dictadura militar creyó poder instrumentalizar el caso de la usurpación de las Malvinas como diversivo para reforzar su poder y su prestigio declinantes y se lanzó a una aventura pensando que la misma no terminaría con una guerra, temo mucho que el gobierno argentino actual llene sus medios de información con el reclamo legítimo de la devolución de las islas colonizadas por el Reino Unido no por un repentino prurito antimperialista sino para no tener que hablar de aumentos de salarios, de la depredación causada por la gran minería y por la soya, de problemas ferroviarios y energéticos, de la ley antiterrorista impuesta a pedido de Obama. Además, creo también que el 14 de junio, cuando la presidenta participe en el Comité de Descolonización de la ONU, reiterará la justa exigencia de la devolución de las islas y la denuncia del colonialismo británico pero no pedirá al mismo tiempo el fin de la colonización de Puerto Rico, que está ocupado por Estados Unidos desde 1898, ni el de la colonización de los territorios usurpados por Israel a los palestinos.
Lo peor de toda esta ola retórica y de esta explotación de un tema sentido por todos los latinoamericanos para cubrir una política conservadora es que en ellas participan sectores progresistas que pierden la cabeza al sentir las fanfarrias del nacionalismo. Recordemos que el nacionalista “socialista” Jorge Abelardo Ramos, tan recordado y recomendado por la presidenta, fue el último civil que visitó las Malvinas cuando la aventura de la dictadura ya demostraba su fracaso. Recordemos también que los Montoneros exiliados fletaron un avión para combatir bajo el mando de los dictadores que habían asesinado a decenas de millares de militantes de todo tipo y oprimían al pueblo argentino. Registremos igualmente que la izquierda argentina en su inmensa mayoría, desde varios grupos que se autoproclamaban trotskistas hasta socialistas y comunistas, secundó la aventura militar de la dictadura. La base “teórica” de tal posición aberrante fue que Inglaterra era un país imperialista y Argentina uno semicolonial, dependiente. Sólo unos pocos en el país y un puñado en el exilio nos opusimos a la guerra. En mi caso publiqué de inmediato en el diario mexicano unomásuno un artículo en el que explicaba que el enemigo principal era la dictadura, que las Malvinas eran argentinas pero también lo eran los muertos y desaparecidos, que una eventual victoria de la dictadura reforzaría a Galtieri y los demás asesinos, que la guerra dificultaría el desarme británico en curso (en efecto, el mismo se suspendió) y reforzaría al sector más colonialista, empezando por fortalecer a la Thatcher (que inmediatamente después de la guerra aisló y aplastó a los mineros en huelga) y que el nacionalismo fomenta nacionalismos opuestos. Alberto di Franco, Adolfo Gilly y ese gran socialista e historiador que fue Sergio Bagú sostuvieron la misma posición, que provocó mucha polémica entre los exiliados y en el seno de la izquierda mexicana.
¿Cuál había sido hasta entonces la actitud de la izquierda mundial? Apoyar la resistencia a la colonización o la sublevación contra el colonialismo de los pueblos víctimas de éste, como sucedió en el caso de la rebelión tribal norafricana de Abdel Kader contra franceses y españoles en los años 20 o las guerras de liberación en Argelia o en Indochina en los años 50 y 60. Incluso Trotsky formulaba la hipótesis de que ante un ataque de “la democrática” Inglaterra contra el Brasil gobernado en los años 30 por la dictadura de Vargas, había que defender al país semicolonial agredido contra su agresor imperialista “democrático”.
Pero la guerra de las Malvinas fue desatada por la dictadura argentina y no por Inglaterra, y se trataba de una maniobra diversionista realizada por un gobierno que colaboraba con la CIA, que tenía torturadores en Centroamérica y era anticomunista, anticubano y proimperialista en lo internacional y un salvaje opresor de los trabajadores y del pueblo, en nombre de su alianza con la oligarquía y con las trasnacionales. Cuando como muchos exiliados (por ejemplo Juan Gelman) saboteamos el Campeonato Mundial de Futbol que la dictadura utilizaba para ganar legitimidad y apoyo popular, recurrimos al mismo derrotismo: lo mejor para los trabajadores argentinos era la derrota de la aventura tan costosa en vidas de jóvenes movilizados, porque acortaría la vida de la dictadura (tal como sucedió) y porque la guerra inoculaba nacionalismo en Argentina y en Inglaterra en vez de desarrollar las ideas internacionalistas, pacifistas, socialistas.
No es de extrañar pues que ahora no se recuerde que hubo gente que mantuvo una posición principista, opuesta a la idea de que quienes se enfrentan son los estados (que además se confunden con sus gobiernos) y basada en cambio en la diferenciación, por un lado, entre las clases explotadas y oprimidas y, por el otro, las clases dominantes que están unidas por la defensa del régimen de explotación, a pesar de sus disputas y de las fronteras. Quien no aprende de la experiencia pasada es peligroso para su pueblo y la democracia.
Guillermo Almeyra
Antes que nada, una premisa. Las Malvinas son argentinas pues fueron arrebatadas por la fuerza, pobladas con colonos extranjeros y mantenidas con la ocupación británica desde los primeros años del siglo XIX, en 1833, y desde entonces todos los gobiernos argentinos denuncian regularmente ese despojo. Sin embargo, el reclamo por las Malvinas sólo pasó al primer plano de la política nacional durante dos periodos: el del comienzo de la agonía de la dictadura militar, jaqueada por huelgas, manifestaciones y movimientos de masas, y el de la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. En efecto, ésta no dijo ni hizo nada importante al respecto durante su primer mandato o cuando era senadora durante el menemismo, y la misma cuasi mudez tuvieron todas las dictaduras que se sucedieron desde 1955 hasta 1976, así como los gobiernos de Perón y del peronismo. Si la dictadura militar creyó poder instrumentalizar el caso de la usurpación de las Malvinas como diversivo para reforzar su poder y su prestigio declinantes y se lanzó a una aventura pensando que la misma no terminaría con una guerra, temo mucho que el gobierno argentino actual llene sus medios de información con el reclamo legítimo de la devolución de las islas colonizadas por el Reino Unido no por un repentino prurito antimperialista sino para no tener que hablar de aumentos de salarios, de la depredación causada por la gran minería y por la soya, de problemas ferroviarios y energéticos, de la ley antiterrorista impuesta a pedido de Obama. Además, creo también que el 14 de junio, cuando la presidenta participe en el Comité de Descolonización de la ONU, reiterará la justa exigencia de la devolución de las islas y la denuncia del colonialismo británico pero no pedirá al mismo tiempo el fin de la colonización de Puerto Rico, que está ocupado por Estados Unidos desde 1898, ni el de la colonización de los territorios usurpados por Israel a los palestinos.
Lo peor de toda esta ola retórica y de esta explotación de un tema sentido por todos los latinoamericanos para cubrir una política conservadora es que en ellas participan sectores progresistas que pierden la cabeza al sentir las fanfarrias del nacionalismo. Recordemos que el nacionalista “socialista” Jorge Abelardo Ramos, tan recordado y recomendado por la presidenta, fue el último civil que visitó las Malvinas cuando la aventura de la dictadura ya demostraba su fracaso. Recordemos también que los Montoneros exiliados fletaron un avión para combatir bajo el mando de los dictadores que habían asesinado a decenas de millares de militantes de todo tipo y oprimían al pueblo argentino. Registremos igualmente que la izquierda argentina en su inmensa mayoría, desde varios grupos que se autoproclamaban trotskistas hasta socialistas y comunistas, secundó la aventura militar de la dictadura. La base “teórica” de tal posición aberrante fue que Inglaterra era un país imperialista y Argentina uno semicolonial, dependiente. Sólo unos pocos en el país y un puñado en el exilio nos opusimos a la guerra. En mi caso publiqué de inmediato en el diario mexicano unomásuno un artículo en el que explicaba que el enemigo principal era la dictadura, que las Malvinas eran argentinas pero también lo eran los muertos y desaparecidos, que una eventual victoria de la dictadura reforzaría a Galtieri y los demás asesinos, que la guerra dificultaría el desarme británico en curso (en efecto, el mismo se suspendió) y reforzaría al sector más colonialista, empezando por fortalecer a la Thatcher (que inmediatamente después de la guerra aisló y aplastó a los mineros en huelga) y que el nacionalismo fomenta nacionalismos opuestos. Alberto di Franco, Adolfo Gilly y ese gran socialista e historiador que fue Sergio Bagú sostuvieron la misma posición, que provocó mucha polémica entre los exiliados y en el seno de la izquierda mexicana.
¿Cuál había sido hasta entonces la actitud de la izquierda mundial? Apoyar la resistencia a la colonización o la sublevación contra el colonialismo de los pueblos víctimas de éste, como sucedió en el caso de la rebelión tribal norafricana de Abdel Kader contra franceses y españoles en los años 20 o las guerras de liberación en Argelia o en Indochina en los años 50 y 60. Incluso Trotsky formulaba la hipótesis de que ante un ataque de “la democrática” Inglaterra contra el Brasil gobernado en los años 30 por la dictadura de Vargas, había que defender al país semicolonial agredido contra su agresor imperialista “democrático”.
Pero la guerra de las Malvinas fue desatada por la dictadura argentina y no por Inglaterra, y se trataba de una maniobra diversionista realizada por un gobierno que colaboraba con la CIA, que tenía torturadores en Centroamérica y era anticomunista, anticubano y proimperialista en lo internacional y un salvaje opresor de los trabajadores y del pueblo, en nombre de su alianza con la oligarquía y con las trasnacionales. Cuando como muchos exiliados (por ejemplo Juan Gelman) saboteamos el Campeonato Mundial de Futbol que la dictadura utilizaba para ganar legitimidad y apoyo popular, recurrimos al mismo derrotismo: lo mejor para los trabajadores argentinos era la derrota de la aventura tan costosa en vidas de jóvenes movilizados, porque acortaría la vida de la dictadura (tal como sucedió) y porque la guerra inoculaba nacionalismo en Argentina y en Inglaterra en vez de desarrollar las ideas internacionalistas, pacifistas, socialistas.
No es de extrañar pues que ahora no se recuerde que hubo gente que mantuvo una posición principista, opuesta a la idea de que quienes se enfrentan son los estados (que además se confunden con sus gobiernos) y basada en cambio en la diferenciación, por un lado, entre las clases explotadas y oprimidas y, por el otro, las clases dominantes que están unidas por la defensa del régimen de explotación, a pesar de sus disputas y de las fronteras. Quien no aprende de la experiencia pasada es peligroso para su pueblo y la democracia.
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