jueves, 30 de agosto de 2018

Universidades
Abraham Nuncio
A
convocatoria de Andrés Manuel López Obrador, los rectores de las universidades adscritas a la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Enseñanza Superior (Anuies) se reunieron con él para escuchar sus puntos de vista como próximo Presidente de la República sobre la universidad.
Saludable fue ese encuentro para el saber y el poder, así como para una sociedad que pretende alcanzar mejores niveles de desarrollo. Habría que esperar que ese tipo de reuniones se institucionalizara y que cada año tuviera lugar un intercambio de puntos de vista entre el titular del Ejecutivo federal y los universitarios.
Se trata de que el gobierno y las universidades respondan a las expectativas generadas por los impulsos de cambio social que se concretaron en la elección del primero de julio.
2018 entraña, por diversas razones, motivos para reflexionar sobre el papel de la universidad.
En abril, la Universidad de Salamanca celebró el VIII centenario de haber sido fundada. En el acto fueron refrendados los principios de la Magna Charta Universitatum, suscrita en 1988 con motivo del IX centenario de la Universidad de Bolonia: la preservación de la autonomía universitaria; el binomio indisoluble entre la docencia y la investigación; la libertad de investigación, de docencia y de formación, así como la voluntad de alcanzar el saber universal.
Las reuniones realizadas en Europa sobre la universidad han valorado a la institución y le han asignado objetivos y tareas como si respondiera a las mismas realidades en todas partes.
Es cierto, los rasgos fundamentales de la universidad son los que fueron consignados en la Magna Charta. Pero la historia y el contexto de unas y otras universidades las tornan diferentes. En la Declaración de Guadalajara sobre la Autonomía Universitaria de 2011, signada por los rectores de la región México de la Unión de Universidades de América Latina y el Caribe (Udual), pueden leerse tales diferencias.
En ese documento se define a la universidad como un bien público que está al servicio de todos, pues se trata de un derecho individual, social e institucional. Su singularidad contribuye a una sociedad libre y democrática, toda vez que en ella tiene lugar el ejercicio crítico, reflexivo y dialógico del pensamiento.
Para asegurar esa contribución es preciso que la universidad sea autónoma; de hecho, se dice que la autonomía universitaria es la esencia misma de la universidad y que tal rasgo adquiere sentido en la medida que la universidad contribuye a las transformaciones demandadas por la sociedad en el propósito de alcanzar el bien común. La autonomía es, así, la traducción de la independencia en todas las funciones universitarias: gobierno, organización, docencia, investigación, extensión y la propia organización estudiantil. Los rectores reconocen que el movimiento estudiantil es pilar fundamental de la autonomía universitaria. (El próximo 2 de octubre, a 50 años de la masacre de Tlatelolco, así se hará sentir.)
Se señala en la declaración que el Estado debe asegurar y cumplir su obligación de otorgar el financiamiento necesario y expedito de las universidades. También se señala que las universidades latinoamericanas han sido objeto de actos lesivos y están expuestas a amenazas y peligros, lo cual obstaculiza o impide la realización de sus fines.
En un lenguaje militante, que no encontramos en las universidades de los países europeos o norteamericanos, los autores de la declaración se comprometen a velar por la preservación y vigencia de la autonomía universitaria y a propiciar una lucha por la solidaridad de unas universidades con otras.
Esa reunión se remitía, en su espíritu, a la Carta de las Universidades Latinoamericanas aprobada por la Udual (1959): Las universidades latinoamericanas deben lograr el reconocimiento de su autonomía y defenderla como medio de garantizar su función espiritual, su libertad científica, administrativa y financiera. Ese espíritu no era otro que el de la reforma de Córdoba. En junio de este año se conmemoró el primer centenario del movimiento que daría lugar a la universidad contemporánea de América Latina.
Es indispensable actualizar y difundir el espíritu de Córdoba. Así lo han entendido varias de nuestras universidades. Entre ellas, la Universidad Autónoma de Nuevo León, que está por colocar en los estantes La autonomía universitaria –obra realizada a iniciativa del rector Rogelio Garza Rivera y coordinada por quien esto escribe.
Esa necesidad parece estar justificada por las tendencias más visibles en las universidades contemporáneas: las rigen el lucro fácil y las rutinas del mercado; en ellas se exalta la tecnología, mientras que al humanismo se le relega.
No tenemos una sociedad desarrollada, pero sí podemos tener universidades que egresen individuos con la visión de crear condiciones para arribar a una sociedad justa, incluyente y democrática.

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