lunes, 29 de diciembre de 2014

La unidad de Peña Nieto no es la unidad en que piensa el pueblo
Víctor Flores Olea
 
Resulta que la unidad a que convocó Enrique Peña Nieto en su discurso de Navidad, llamando también a construir y no a destruir, resulta igualmente patético porque le habla a una nación que ni entiende ni quiere escuchar ese mensaje con tal lenguaje. No es que no lo comprenda, porque la gran mayoría de mexicanos está mentalmente muy por arriba de sus gobernantes, y con una inteligencia la mayoría de las veces superior al IQ de los funcionarios. Esto significa, en pocas palabras, que el conjunto de la sociedad marcha a una velocidad que ha dejado muy atrás a la de su gobierno y gobernantes. Tal cosa quiere decir que no se les puede seguir hablando (pero nunca se ha justificado ese tono de paternalismo ramplón), y mucho menos ahora, cuando el país está sumido en tragedias que lo han golpeado cruelmente, hasta el punto del máximo descrédito en sus instituciones y de la profunda falta de confianza en los gobernantes. Aquellas, y éstos, lo han extorsionado cruelmente durante demasiados años, y lo que quiere ahora el pueblo no es salvar a las instituciones ni perdonar a los llamados dirigentes, sino lo siguiente, principalmente: que se aplique la ley a los responsables y se combata eficazmente la corrupción y, además, precisamente que se vayan los responsables y que se cambien, ya que no pudieron con el paquete que les tocó.
Algunos me dirán que esto es exagerado. Pero no es así y probablemente me quedo corto, después de hablar con estudiantes y con mucha gente de la clase media participante en las manifestaciones, que desearían un cambio profundo en el país. No algo que les caiga del cielo, sino algo que logren ellos mismos, que lo busquen y configuren. Esta cuerda suya es por supuesto muy distinta a los de los gobernantes, que cada vez que abren la boca lo hacen para irritar más a las mayorías, y para demostrar que están lejísimos de las aspiraciones efectivas de ls sociedad mexicana. Que, en primer lugar, desea vivir una auténtica democracia, es decir, una democracia que construyan ellos mismos colaborando en la misma, es decir, participando en la toma de decisiones de manera directa y efectiva. Una y otra vez rechazan una delegación de poderes que los ha traicionado y que consideran esencialmente corrupta e ineficaz, y la rechazan en nombre de una democracia participativa más eficaz y auténtica.
En estos días de Navidad y Año Nuevo parecería que, después de las explosiones de días pasados, nos embarcamos en aguas mucho más calmadas. Pero que no se caiga en el espejismo de los buenos deseos. Los agravios han sido muy largos y hondos, y no se olvidarán sólo por la mediación de unas fiestas marcadamente familiares y personales: el movimiento seguirá adelante probablemente con mayor fuerza que nunca. E incluso seguirá un proceso de profundización y autocontrol que lo torne en algo más radical. Como nunca se ha vivido en México en los pasados 50 años.
Por supuesto, también estará presente, con la mayor fuerza imaginable, la otra gran demanda pendiente en México, que es la de la justicia e igualdad en la repartición de la riqueza, que es justamente la madre de todos los agravios que ha sufrido el pueblo en los años recientes, en las últimas décadas. Nos dicen las masas desfilantes que no es posible ya pensar en un país en que 1 por ciento de la población se lleva la mayor tajada de la producción (o de la propiedad, o del rentismo, o del provecho financiero), y eso todavía en una cuantas manos, mientras el 99 por ciento restante ha de conformarse apenas con unos mendrugos y sobrantes.
Lo ha dicho en todos los tonos el pueblo del país entero: ¡Basta ya! ¡No es posible seguir por el mismo camino! ¡Ésto debe cambiar! Tal vez Peña Nieto tenga razón en algo: ¡México cambió después de Ayonzinapa! Sí, pero no en el sentido que él le atribuye al cambio y en la dirección que él lo quisiera. No como mayor disciplina y sumisión del pueblo a los mandatos de quienes lo explotan y burlan, sino en el sentido de que esa fecha marca tal vez el inicio del gran cambio en México. Cambio que obviamente no se producirá instantáneamente, sino que llevará de seguro tiempo y esfuerzos sin cuento para su triunfo definitivo.
Sin excluir absolutamente que, entre los escollos que pueden aparecer, está el ya sugerido por el valiente Peña Nieto a su regreso de China y en alguna otra ocasión en México: el de la utilización de la fuerza, del Ejército mismo para frenar las manifestaciones o las expresiones críticas y muy críticas del pueblo. ¿Será posible? Algunos testimonios cercanos a los hechos de Atenco, en 2006, nos hablan de una dureza de la voluntad y de la sensibilidad de quien tenía el poder en aquel momento (gobernador del estado de México), pero nos hablan también de una convicción aparentemente muy weberiana en el sentido de que el Estado es el único sujeto autorizado jurídicamente para utilizar la fuerza pública de una manera legítima. Pero al mismo tiempo nos recuerdan que no hay respuesta a la pregunta que inquiere sobre la legitimidad del uso del poder público, de la autoridad, sobre la legitimidad de las decisiones de la autoridad. Sobre esto ni una palabra, que encierra en gran medida el fracaso del gobierno y la desesperanza pública tan extendida, de la sociedad en su conjunto, que no confía ni respeta a la autoridad que lo ha engañado, burlado y traicionado tantas veces.
¿Y la represión?, ¿pero el pueblo será otra vez capaz de sacrificar al pueblo, que son sus semejantes y sus pares? ¡Muchos lo dudan! ¿Será así, como siempre, como muchas veces ha sido, o esta vez será distinto, como nunca?

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